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11-M: lecciones no aprendidas

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A 20 años de los ataques con explosivos contra cuatro trenes urbanos en Madrid, en los que murieron 193 personas y alrededor de 2 mil sufrieron lesiones, los acontecimientos de ese 11 de marzo de 2004 son recordados como el atentado más letal en España y Europa en lo que va del siglo, pero también como uno de los más burdos e inhumanos intentos de explotar con fines políticos una tragedia de esa magnitud. A sólo tres días de las elecciones generales, el presidente derechista José María Aznar trató de ocultar que los responsables últimos eran él mismo y su Partido Popular (PP), quienes atizaron el integrismo islámico al embarcarse en la invasión estadounidense de Irak y en la cruzada neocolonial de Washington en múltiples países del mundo islámico. La estrategia fue atribuir los atentados al extinto grupo armado vasco ETA, sin contar con evidencia alguna de su culpabilidad.

Aznar sostuvo como verdad absoluta la autoría etarra. Contactó a los medios de comunicación para que difundieran al unísono la mentira, y no pocos de ellos se prestaron de manera entusiasta a desinformar a su público; adicionalmente, instruyó al cuerpo diplomático a difundir esa versión en todo el mundo.

De acuerdo con el extitular de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, el entonces jefe de la policía le comunicó que la instrucción de La Moncloa era culpar a ETA, incluso si las pruebas desmentían la especie.

El bulo era insostenible y se derrumbó rápidamente, lo que le costó al PP la derrota en los comicios. Sin embargo, sus consecuencias se dejaron sentir por años, y, hasta hoy, siguen gravitando en la vida política española.

El gobierno de Aznar no retrocedió ante los hechos y usó los atentados para recrudecer la cacería militar-judicial contra los independentistas vascos, sin importar que tuvieran o no relación con ETA, para lo cual se valió del patrioterismo españolista de buena parte de la sociedad, una modalidad de intolerancia que sigue viva en la forma de abordar los reclamos soberanistas catalanes.

A dos décadas del 11-M, el Estado español parece no haber aprendido las lecciones de la tragedia. El gobierno actual, conformado por el PSOE, un abanico de fuerzas de izquierda y el apoyo parlamentario de agrupaciones nacionalistas, mantiene una gran ambigüedad respecto al genocidio que el régimen de Benjamin Netanyahu lleva adelante en Gaza; no renuncia a la mirada colonialista ni al intervencionismo en África, América Latina y Medio Oriente y se alinea con los designios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y Bruselas en Ucrania.

Por su apoyo a Kiev, no sólo se enemista de manera innecesaria con el país que detenta el mayor arsenal nuclear del planeta, sino que cada día le es más difícil justificar el dispendio de recursos en un conflicto que ocurre a 2 mil kilómetros de sus fronteras y que no supone ninguna amenaza para la seguridad de España.

Los muertos y heridos de Madrid fueron el altísimo costo que la población española pagó por los desvaríos belicistas del PP y su política exterior de barbarie.

La mejor manera de reivindicar a las víctimas de ese día terrible es abandonar el colonialismo interno y externo que alienta al centralismo madrileño y comprometerse con la solución dialogada de las diferencias.

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