El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la iniciativa de Washington para enviar a Haití una fuerza militar multinacional de mayoría keniana, cuyo objetivo declarado será controlar la violencia desatada por las pandillas y restablecer niveles mínimos de seguridad en la nación insular. Se estima que sólo en Puerto Príncipe operan alrededor de 200 grupos delictivos que controlan entre 50 y 80 por ciento del territorio de la capital, con una brutalidad tal, que los habitantes deben pagar por el mero hecho de cruzar una calle y los ciudadanos que se atreven a alzar la voz son masacrados ante una mezcla de impotencia y complicidad de las corporaciones policiales.
Es innegable que Haití se encuentra sumido en la que quizá sea la peor crisis de su atribulada historia: los poderes Legislativo y Judicial se encuentran disueltos de facto, mientras el Ejecutivo es ocupado de manera ilegítima por el primer ministro Ariel Henry desde el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021. Apenas hay 10 mil agentes de policía para 11 millones y medio de habitantes y su exiguo número se ve empeorado por la falta de equipamiento, la nula capacitación y la mencionada ambigüedad de sus lealtades. Prácticamente toda actividad económica o cívica se encuentra paralizada por la criminalidad y alrededor de 200 mil personas (es decir, casi 2 por ciento de la población) han sido desplazadas de sus hogares por los delincuentes, 10 mil de ellas en los últimos días. En suma, las instituciones sólo existen en el papel y el Estado es un mero fantasma, una ficción que ni siquiera cubre las apariencias de cumplir con sus funciones.
En este contexto infernal, lo peor que podría pasarle al pueblo haitiano es justamente el arribo de un nuevo contingente de cascos azules, cuerpo que se encuentra desacreditado a escala global y en este país tiene un historial nefasto de violaciones a los derechos humanos, abusos de poder y reproducción de las lacras que pretendían combatir. Está sólidamentte documentado, por ejemplo, que a comienzos de este siglo los integrantes de la rama armada de la ONU crearon un sistema de prostitución en el que obtenían sexo (muchas veces, con niños de apenas 11 años) a cambio de los víveres que la comunidad internacional enviaba para paliar la hambruna.
Los soldados pacificadores operaron con tal falta de escrúpulos y certeza de impunidad que realizaban este tráfico sexual frente al palacio presidencial. Incluso cuando no pretendían hacer daño, la presencia de los cascos azules ha tenido efectos devastadores: casi un millón de personas enfermó y más de 10 mil murieron en la epidemia de cólera de 2010-2011, provocada porque las letrinas de los soldados nepalíes descargaban las heces en el río Meye. La emergencia sanitaria fue de tal magnitud, que se registraron más ca- sos de la enfermedad en este pequeño país que en toda África.
Para colmo, organizaciones y movimientos populares que se pusieron en contacto con este diario señalan que la violencia de las bandas es alentada por el régimen de Henry a fin de evitar la convocatoria a elecciones.
De acuerdo con Camille Chalmers, dirigente del partido de izquierda Rasin Kan Pèp, las pandillas son la respuesta de Henry a las movilizaciones populares de 2020. En tales circunstancias, queda claro, pues, que una fuerza militar de ocupación enviada para reforzar a la administración espuria no hará sino ahondar la miseria del pueblo haitiano y consolidar la cancelación de la democracia.
La comunidad internacional, y en particular las potencias que por siglos han saqueado a Haití, tienen el deber moral de aportar toda la ayuda posible a un pueblo que languidece bajo el hambre y la barbarie, pero una nueva aventura militar es la antítesis de la solidaridad que requieren los habitantes de la porción oriental de la isla conocida como La Española o Santo Domingo. Un apoyo verdadero pasa por el impulso al desarrollo, la entrega directa y sin corruptelas de insumos de primera necesidad, y ante todo el empoderamiento de la población frente al régimen mafioso que se adueñó del territorio.