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Armas de fuego: la indolencia de EU

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El presidente Andrés Manuel López Obrador afirmó que en lo que va del sexenio se han decomisado 50 mil armas que han ingresado ilegalmente desde Estados Unidos, país de donde viene 70 por ciento de éstas que utiliza el crimen organizado en México. Pese a su magnitud, esta cifra representa una pequeña parte del parque que fabricantes y distribuidores estadounidenses ponen en manos de la delincuencia mexicana: de acuerdo con estimaciones dadas a conocer en julio pasado por la canciller Alicia Bárcena, cada año entran de manera ilegal al país alrededor de 200 mil armas de fuego, por lo que en el quinquenio se habría acumulado un millón o más de dichos artefactos en los arsenales de bandas de todos tipos y dimensiones.

Este poder de fuego es, sin duda, una de las claves de la capacidad de carteles y grupos menores para desafiar a las autoridades, amedrentar a la población y, en general, ejercer niveles de violencia que son una constante amenaza para la integridad física y patrimonial de los habitantes de amplias regiones del país. El actual gobierno federal ha señalado, con razón, que el fenómeno delictivo no podrá controlarse sin atacar sus causas profundas, es decir, la marginación, la desigualdad, la falta de oportunidades y otros males de un modelo económico basado en el enriquecimiento ilimitado de una pequeña élite a expensas de las mayorías. Sin embargo, está claro que en lo inmediato es imperativo atajar los actos de violencia, y para ello se debe frenar el flujo incesante de armas que posibilitan las agresiones y vuelve extremadamente difícil someter a los responsables a la justicia.

El problema es que nadie en la clase política y empresarial estadounidense da muestras de voluntad para abordar con seriedad la cuestión y plantear soluciones reales. Dados el libertinaje con que circulan las armas al norte del río Bravo y la displicencia con que las administraciones federal y estatales contemplan la actividad fronteriza cuando se mueve en dirección sur, cualquier particular puede salir de Estados Unidos con armamento de alto poder, incluido el que teóricamente está reservado para el uso de las fuerzas armadas. Esta indolencia contrasta con la arrogancia y los aires de superioridad moral con que Washington exige al resto del mundo que se haga cargo de destruir las cadenas de producción y trasiego de estupefacientes destinados al mercado estadounidense, con el predominio contemporáneo del fentanilo y los precursores químicos empleados en la elaboración de ese opioide sintético altamente adictivo.

Las evidencias aportadas por el gobierno mexicano han despejado cualquier duda acerca de que los fabricantes de armamento estadounidense diseñan y comercializan muchos de sus productos teniendo en mente a la delincuencia como clientela, que los expendios de esos instrumentos los ponen en manos de quien sea, y que las autoridades se cruzan de brazos ante una industria que siembra muerte a ambos lados de la frontera. Es responsabilidad de Washington regular el comercio de armas y ser tan estricto con lo que sale de su territorio como es, o pretende serlo, con lo que ingresa en él. Sin colaboración real de las autoridades estadounidenses, el tráfico de armas de fuego seguirá imparable, cobrándose vidas; aquí, por la acción de las armas y allá, por las drogas que éstas movilizan.

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