El secretario de Seguridad Pública, el director de la Policía Preventiva, así como 11 elementos policiacos del municipio de Coyuca de Benítez, Guerrero, fueron emboscados y asesinados el martes en una comunidad ubicada cerca de la carretera Acapulco-Zihuatanejo. Casi a la misma hora, en Chilpancingo, murió baleado Rigoberto Acosta González, catedrático y ex dirigente del Consejo Regional de la Sierra de Guerrero (Cresig).
El lunes 16, un grupo armado ejecutó a uno de los fundadores de la policía comunitaria de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg), en el municipio de San Marcos, ubicado en la Costa Chica; y al día siguiente perdió la vida de la misma manera Bruno Plácido Valerio, fundador y coordinador estatal de dicho organismo.
Las atrocidades referidas integran una pequeña muestra de la ola de violencia que mantiene aterrorizados a los pobladores de grandes extensiones de la entidad, y que ha rebasado a las autoridades.
Basta recordar los hechos del 10 de julio, cuando alrededor de 5 mil personas fueron movilizadas por el crimen organizado para exigir la liberación de uno de sus cabecillas: en el transcurso de la jornada, los manifestantes, convertidos en fuerza de asalto, bloquearon por horas la autopista México-Acapulco, desbordaron a integrantes de la policía estatal y de la Guardia Nacional, secuestraron a uniformados y a funcionarios, robaron un vehículo blindado y arremetieron contra varios edificios públicos, entre ellos el Congreso local y el palacio de gobierno. La toma de Chilpancingo fue instigada por Los Ardillos, cuyo líder, Celso Ortega Jiménez, sostuvo al menos una reunión clandestina con la alcaldesa de la capital guerrerense, Norma Otilia Hernández Martínez.
A partir de tales sucesos es inevitable concluir que Guerrero se encuentra sumido en una descomposición social e institucional y los grupos delictivos han emprendido una guerra sin cuartel contra las organizaciones defensoras de la vida y el territorio de los habitantes; en particular, las pertenecientes a los pueblos indígenas que en esta zona del país enfrentan el doble lastre de la marginación histórica y el embate de la criminalidad.
Este deterioro visible de la seguridad pública es resultado de procesos que no necesariamente se gestaron en la entidad, pero impactan de modo directo en la región: el desplazamiento de la heroína por opioides sintéticos como el fentanilo entre los consumidores estadunidenses tiene como efecto un desplome en la demanda de goma de opio, un cultivo muy arraigado en el campo guerrerense.
A resultas de ello, se ha dado una reconfiguración de la delincuencia que incluye una diversificación de sus actividades, principalmente hacia la extorsión mediante el cobro de derecho de piso: en la actualidad, hasta los comerciantes más pequeños e incluso profesionistas son amagados para entregar a los delincuentes parte de sus ingresos. Esta nueva forma de opresión viene acompañada, paradójicamente, de un crecimiento de la base social de los grupos criminales, los cuales han integrado extensas redes de extorsionadores y cómplices en diversas modalidades.
La asfixiante zozobra en que se encuentra sumido el estado hace imperativo redoblar esfuerzos de construcción de la paz en todas sus vertientes, desde el combate a la pobreza hasta el impulso del bienestar multidimensional mediante la aplicación de programas sociales, el rescate de los jóvenes de las condiciones de falta de horizontes positivos, la expansión tanto cuantitativa como cualitativa de los servicios médicos y escolares, e incluso la construcción de carreteras e infraestructura de Internet que rompa el aislamiento de centenares de comunidades.
La disparidad de poder de fuego, de personal, y de capacidades de inteligencia entre las bandas delictivas y las fuerzas del orden quedó trágicamente probada en Coyuca de Benítez, por lo que se impone la urgencia de depurar y fortalecer a las policías municipales y estatales, que por ahora carecen de los medios ya no para proteger a la población, sino hasta para su propia supervivencia.
En lo inmediato, esa asimetría sólo puede salvarse con el despliegue de la Guardia Nacional allí donde las comunidades lo soliciten, pero está claro que una pacificación duradera sólo puede lograrse en la medida en que se sancione a los responsables de la violencia reciente y se reconstruyan las instituciones y el tejido social en este estado, que se cuenta entre los más pobres del país.