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Taiwán, provincia china

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Guardacostas taiwaneses persiguieron una embarcación pesquera china hasta hacerla volcar, lo cual provocó la muerte de dos de sus cuatro tripulantes, mientras los otros fueron arrestados. A raíz de este incidente, Beijing anunció que reforzará su presencia policial en el mar y hará patrullas periódicas en las aguas que rodean Xiamen y Kinmen, dos islas controladas por Taipéi que se localizan a sólo siete kilómetros de la costa continental china, y a casi 200 del punto más cercano de la isla de Taiwán.

El ataque contra el navío exacerba las tensiones entre Beijing y la provincia separatista insular de Taiwán en momentos de por sí delicados por el triunfo de una fuerza política sinófoba y alineada con Washington en las elecciones presidenciales del territorio rebelde. La escalada y el consiguiente riesgo de choques armados en el sudeste asiático obligan a recordar la historia de esta región, así como a poner en perspectiva lo que se encuentra en juego con la disputa por la soberanía china sobre la totalidad de su territorio.

Desde el siglo XVII, franceses, españoles y neerlandeses trataron de controlar la isla antes conocida como Formosa a fin de aprovechar su posición estratégica en el océano Pacífico, a poca distancia de China, Japón, Filipinas, Vietnam, Indonesia (entonces ocupada por Países Bajos), y situada sobre una de las rutas comerciales más relevantes de aquella época y de la actualidad. Posteriormente, el imperio japonés se apoderó de Taiwán y mantuvo allí una administración colonial durante medio siglo, hasta su derrota en la Segunda Guerra Mundial. La nueva potencia dominante, Estados Unidos, tomó el control e instaló allí a las fuerzas entreguistas de Chiang Kai-shek, vencidas por el ejército de la República Popular China en la guerra civil de 1945-1949.

El desprecio con que Washington y el resto de Occidente han tratado desde entonces la integridad territorial china y el legítimo derecho del país milenario sobre la isla quedó patente en una serie de maniobras típicas de la conducta imperialista: siguieron respaldando el dominio japonés de manera oficial hasta 1952, aunque Tokio ya no tenía presencia alguna en la provincia; luego le cedieron al régimen separatista la personería diplomática y jurídica de China ante la comunidad internacional, pese a que era un territorio con apenas 8 millones de habitantes frente a los casi 600 millones de la República Popular, y trazaron de manera arbitraria fronteras marítimas que prohibieron a China cruzar. Estas líneas delimitadas por poderes foráneos son hasta hoy la base con que Taipéi y sus aliados hablan de violaciones imaginarias a sus aguas exclusivas, de las cuales carece en tanto región separatista que ni siquiera ha declarado formalmente su independencia.

Finalmente, la realidad geopolítica se impuso, y a partir de la década de los 70 se reconoce a Beijing como único representante de la nación china, mientras sólo un puñado de países (en su mayoría, microestados satélites de las potencias occidentales) reconocen la existencia de Taiwán. La gran contradicción es que tanto Washington como Bruselas, Tokio, Londres y Canberra mantienen relaciones diplomáticas con la República Popular y respetan oficialmente la política de una sola China, pero en los hechos ofrecen respaldo diplomático, financiero y militar a Taipéi como forma de presión contra Beijing y para mantener un pie de playa en la región.

La explotación sistemática del separatismo taiwanés de Estados Unidos y sus aliados para interferir en los asuntos internos de China se ha incrementado conforme ésta se consolida como una superpotencia económica y afirma sus lazos con países que Occidente se había habituado a ver como subordinados, y en la actualidad constituye uno de los mayores focos de tensión a nivel global. En particular, la administración de Joe Biden pareciera no tener ningún problema doméstico por su búsqueda de conflictos en el exterior, práctica que ya desató una guerra en Europa del Este y ha convertido la masacre israelí contra la población palestina en una disputa de dimensiones regionales. Por el bien de la estabilidad mundial y la prevalencia de la legalidad internacional, las potencias occidentales deben cesar su injerencia en las cuestiones chinas y admitir la verdad política, histórica y cultural: sólo hay una China, por lo que toda pretensión de legitimar el secesionismo taiwanés supone una agresión al pueblo chino que ha de rechazarse en los términos más enérgicos.

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