sábado, noviembre 9, 2024
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¡Al amigo que me quitaron; al amigo que nos quitaron!

Mónica Magaña Jattar

Tengo una sensación intensa en el pecho que es fina toda vez que extraña: una fuerza que viene impresa de la certeza que me obliga a hablarte, como si me diera la confianza de actuar porque de pronto tengo el conocimiento de lo posible. Esta pulcra seguridad se manifiesta como si rasgara los trapos turbios con los que hemos disfrazado “lo real”, obligándome, como de un impulso irrefrenable se tratara, a hablarte con la convicción de que me estás escuchando; con el convencimiento de que, por lo menos en los siguientes días, puedes verme y escucharme porque te estoy hablando. Porque dicen que son precisamente en estos momentos cuando la consciencia se expande y abarca la grandeza del cosmos infinito, y todo lo ve y todo lo sabe; porque cuando existe una conexión espiritual es para siempre, inmaterial e ilimitada… Escúchame, querido amigo, sé que tienes a muchos a quiénes consolar; sé, porque casi puedo decir que te veo, que estás abrazando a tu amadísimo padre, a tu amadísimo hermano y a tus amadísmos sobrinos y familiriares, preocupado, muy preocupado por no verlos desfallecer; apuntalándolos a la vida para que tengan la fuerza de no caer y, no obstante, sabes habemos otros, quizá muchos, quizá pocos, que hoy también necesitamos de ti… Ven, querido amigo, y escúchame. Déjame por favor honrarte con esta forma medio torpe que tengo de escribir para decirte, “te amo, amigo mío; lo siento, querido amigo; me duele, Cris; me duele mucho”… Déjame intentar canalizar este retortijón que me invadió el cuerpo la mañana del dos de octubre, como si una enfermedad repentina acabara de infectarme todo el sistema central. Déjame decírtelo así, como yo puedo…

Ese día me desperté como en una realidad desconocida y distante. Creo que ha sido la peor forma en la que me he despertado; no porque no haya recibido noticias dolorosas e incomprensibles antes, como bien lo sabes, de esas que transforman la existencia por completo y para siempre, sino porque hasta ahora no me habían despertado arrancándome de tajo un pedazo del pecho; levantándome de un brinco brusco y desconsiderado… Una de mis mejores amigas me mandó un mensaje que resuena en mi cabeza como un taladro y apuñala mi corazón como con un cuchillo: “Monita, acabo de saber algo y lamento ser yo quien te lo diga, pero acabamos de enterarnos de que Cristian falleció en Chiapas. Sé que es uno de tus amigos entrañables, por eso te lo digo. De veras lo lamento…” Me quedé en una especie de parálisis que se manifestó como en un eco vacío que me arrastraba hacia el abismo, y en donde a toda velocidad y en paralelo, un torrente de pensamientos y emociones comenzaron a constreñirme como si quisieran aplastarme y sacarme las entrañas como un batido… “No, no puede ser. ¿Estás segura? Tiene que ser un error…” “No, no lo es Mona, de veras lo siento”… “¡Pero si acabábamos de hablar!”, le dije, “nos íbamos a ver para comer y…” No, alguien que me diga que esto un error; ¡tiene que ser un error! No, mejor dime tú, Cris, que esto es un error. “Asesinaron a unos encuestadores de MORENA en Chiapas”, “los tiraron en la carretera”, “vendados de ojos, amarrados de pies y manos y con evidentes huellas de tortura…”, dicen los titulares… Y ahí apareció tu nombre: Cristian Landa Sánchez. Como en una especie de temblor desesperado e incrédulo, tomé mi celular y le llamé a mi hermano con tal desesperación que… He llorado y gritado con tantos bríos que debí aterrorizar a todo el vecindario… “Pero, ¿qué le ha pasado a esa histérica mujer?, habrán dicho. ¡Que unos hijos de puta le han quitado a uno de sus más grandes mejores amigos! ¡Que el crimen organizado lo ha secuestrado, torturado y asesinado en un acto absurdo, inútil y sinsentido, a él como a tantos otros!

Nuestra relación fue por lo menos peculiar si se cree en las apariencias (que casi todos las creen y que casi todos las juzgan como si supieran “algo”): desde la superficie aparente, éramos de mundos radicalmente diferentes; opuestos, si se quiere; nuestras mejores vivencias tienen más que ver con la intimidad que se logra cuando una amistad es vasta y profunda como en el océano de lo privado, que con aquella que se forja en lo social, por la diversión o la distracción que exige el placer a menudo superficial. Nuestra relación tenía que ver con la confianza íntima que sólo obtienes con muy pocos en la vida porque juntos desvelan mutuamente una conexión espiritual e inesperada; con esos a quienes les dices lo que a nadie más; esos que saben de ti tus luces y sombras más hondas como ningún otro y esos a quien se las dices porque tienes la garantía de que, aun sabiéndolas, te seguirán amando porque saben con transparencia quién eres tú en realidad: cómo vives, cómo piensas, cómo sientes, cómo sueñas, cómo corres, cómo sufres, cómo luchas, cómo te ríes más allá de la personalidad; lejos de la máscara que enseñamos a la sociedad para ser “un chico genial, gracioso, que corre hasta volar y súper divertido”, sino desde lo hondo del ser que aparece cuando te descubres sólo con unos cuantos… ¿Cuántas veces, querido Cris, nos quitamos las máscaras y fuimos así de amigos?… Nuestras luces y sombras nos hicieron forjar esta cosa llamada amistad real porque es del alma y que ningún tiro de gracia podrá eliminar y, aunque te digo esto con pleno convencimiento, ¡qué miserables, qué porquería tiene esta humanidad entre sus vísceras! ¡Pinche país!… ¿Y para qué? No se trata del dolor que aquellos que de veras te amamos sentimos ahora, ni del sobrecogimiento, el impacto o el trauma, como tampoco de los pensamientos y preguntas sin respuesta que se nos agolpan en la mente como un torbellino que lo barre todo y consume la paz, sino del dolor que es producto del sinsentido, del siniestro, de la perversidad que causan unos cuantos… Porque la muerte por sí sola ya es de por sí imponente e incomprensible, trayendo a su paso dolor e incertidumbre, más todavía cuando es inesperada, pero, hay que reconocer, querido amigo, que algo trae consigo cuando es violenta, brutal y sinsentido; algo trae que no puede quitársele la suciedad y la inmundicia, como si no fuera posible purificarla en su totalidad… ¡Ah!, ¡malditos sean! ¡detestables sean todos ustedes que se apoderaron de ti, creyendo que podían decidir por tu existencia y de paso, por la nuestra! ¡Desgraciados, condenados desalmados, estúpidos sin humanidad! ¿Y qué ganaron? Muéstrennos qué ganaron, desgraciados, pobres ruines y canallas, arrebatándole al mundo una luz como la de Cristian para hundir a la humanidad todavía más en su maldita obscuridad. Y ustedes, seres de las penunbras insondeables, ¿qué ganaron?, ¿qué gran problema arreglaron? Porque aunque en sus manos tuvieron la vida de Cristian y José Luis, y sintieron un “grandioso poder” al verlos retorcer y jalar el gatillo, un alma tan podrida como la de ustedes jamás tendrá la inconmensurable potestad que las almas de luz poseen, esas que traspasan lo mundano y efímero para irse directo hacia la trascendencia del ser…

Cris, recuerdo las últimas palabras que me dirigiste, hoy condenadas a repetirse en mi memoria para siempre. Ahora pienso que han sido una especie de premonición; como un “saber algo que no sabes” o como un “presentimiento sin saber” que te obliga a responder a un estímulo o iniciativa interior para decirle repentinamente “te quiero”, “me importas” o “necesito verte” a quienes quieres, a quienes te importan y a quienes necesitas ver, pues, no sé por qué, de alguna manera sabes que te vas… Dicen que la muerte tiene sus modos de avisar, no obstante, casi ninguno de nosotros la entiende en el instante que es nuestro deber comprenderla. Por favor, perdóname… Con todo, hoy quiero repetirte, “sí, por supuesto, aquí estoy, querido Cris, aquí estoy, aquí sigo y aquí seguiré, aunque en este momento no estoy bien. Verás, es que te he perdido…” ¿Te acuerdas de lo que me dijiste cuando sepultamos a tu amada madre en Coatepec? La forma en la que tomaste de mi brazo y me dijiste… “Eso” nunca lo olvidaré, Cris, y mañana y pasado te voy a decir lo mismo; así que escúchame bien… Gracias por preocuparte por mí como las hecho… Gracias por el cariño que me profesaste desde que nos conocimos; gracias por la confianza, por verme con la transparencia que yo te veía a ti: sabíamos quiénes éramos y nos queríamos, como amigos reales que se acompañan en la vida en un plano que no es superficial sino profundo; porque pocos saben quién soy y tú lo sabías; porque pocos sabían quién eras, cómo vibraba tu corazón, cuáles eran tus dioses y demonios, y yo lo sabía y por eso te amaba… Tengo muy pocos mejores amigos, pero lo que los hace especiales, entre tantas cosas, es que son grandiosos del alma. Apenas los cuento con mis dedos y ya me han arrancado el tuyo. Entonces te digo, querido amigo, no, no me siento bien, me siento enferma; no he perdido las ganas de vomitar. No puedo dormir. Me torturan los pensamientos…

Porque la muerte que es cruel trae algo consigo que no se limpia con facilidad; porque cuando pienso en ti, ahora, me atormenta el imaginar cómo pudieron ser esos últimos momentos y me aflige inmensamente, ¿qué sentiste, Cris?, ¿qué te hicieron?, ¿qué pensaste?, ¿pensaste en algo?, ¿en quién pensaste?, ¿sabías lo que pasaría?, ¿sentiste miedo? ¿Qué se siente al morir, querido amigo?… Yo también tengo miedo, Cris. Dime, ¿estás ahí? ¿Sigues ahí? No te vayas; no nos dejes; no me dejes; porque yo he podido estar porque tengo amigos; entonces me entenderás cuando te digo que yo te necesito; es que yo te necesito, Cris… Porque entrañable es poco; yo te amo porque somos amigos de verdad; compañeros de vida que se forjaron en la intimidad, amigos que viven porque se han acompañado tomados de la mano… Y ahora, ¿en dónde está tu mano? La escritora Clarissa Pinkola Estés dice algo sobre el verdadero amor que yo tengo por cierto: “el verdadero amor es el que está”; nuestra amistad no era la de la cotidianidad, sino la de los que están… Y los que están suelen ser muy pocos.

Después de todo, hay algo interesante cuando la maldad te arrebata a tus seres más amados y vas acumulando las cicatrices y la desesperanza: aprendes que, con aquellos seres que en vida tuviste una verdadera conexión karmática, por decirlo así, no existen despedidas, sólo transformaciones; sólo transmutación: ahora te has convertido en otra cosa; te has mudado a otra forma; a otro plano, por lo que yo te seguiré hablando, porque tú sigues siendo uno de mis mejores amigos; porque a como nos queríamos, no es posible que ya no veas por mí ni yo por ti. Así que a partir de este día, querido amigo, cambiaremos de forma y aprenderemos a sobrellevarlo en una nueva dimensión juntos, siempre juntos, porque nunca voy a reemplazar tu lugar y porque parte de lo que soy estará irremediablemente vinculado a ti; porque lo que hoy soy también es por ti… Por eso, yo no me puedo despedir de ti porque somos de los que estamos, porque seguimos y seguiremos, aprendiendo a ser y a amar traspasando las dimensiones de eso que llaman materia; de eso que llaman vida y de eso que llaman muerte.

¿Me escuchaste ayer? Tenía una vela guardada que era especial para mí porque representa el símbolo de un acto maravilloso que antaño viví. Ayer la tomé como en una acción indubitable y la encendí para ti hasta que se consumió, como si quisiera que su origen luminoso te alcanzara para convertirte en su flama. ¿Me escuchaste ayer? ¡Renace de un hermoso loto, Cris! Sí, de un hermoso loto, porque si este puede crecer en el lodo, tú renacerás de esta bárbara realidad que nos aplasta todavía más grande, más fuerte, más libre, más ágil, más ligero, más hermoso. Libérate de cualquier obscuridad, obstáculo y sufrimiento y conviértete en una inmensa luz que inunde todo cuanto existe. Materializa esa luz que yo vi, que yo viví y que yo recibí; esa que vivimos unos cuantos… Y ya sabes, querido Cris, sí, aquí estoy, aquí sigo, y aquí seguiré por siempre para ti.

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