sábado, junio 15, 2024
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Ante la colonización de las últimas fronteras verdes: defender el bien común

Hipólito Rodríguez Herrero

Hace tiempo que venimos experimentando una pérdida de áreas verdes. Lo novedoso es que ya estamos tocando límites. Antes la deforestación parecía ocurrir en lugares apartados –allá por el Cofre, se oía, pero no siempre se veía–. Pero ahora la deforestación está ocurriendo al lado de nuestras casas, en las calles que solemos transitar cotidianamente, en los paisajes que están cerca, ante nuestra vista. De modo que ahora es imposible permanecer ajenos a una situación que cada día está más próxima. Y todo ello ocurre al mismo tiempo que el calor, la sequía y la escasez de agua empiezan a arreciar. Es una música que antes se escuchaba apenas, pero ahora se ha vuelto estridente. Tan fuerte que no podemos permanecer pasivos. Tal vez los más sensibles son los jóvenes. El ruido que acompaña a la deforestación pone en peligro su futuro. El cambio climático anuncia su paso con sonidos cada vez más graves. El siglo que a ellos toca vivir está hoy dando indicios de que será muy difícil, a menos que hagamos algo para detener la catástrofe. No es un alarmismo basado en la imaginación. No estamos hablando de una película de ciencia ficción. Estamos observando un proceso que ocurre ante nuestros ojos y afecta ya nuestra vida diaria. El problema es que los que impulsan la deforestación no parecen darse cuenta de que sus prácticas aceleran el desastre. Para ellos todo parece ocurrir como algo normal. Así ha sido siempre, afirman, se tiran árboles para ayudar al progreso, a la movilidad de los coches, a la apertura de negocios, a la creación de empleos. Sin embargo, ese discurso ya no se lo traga todo el mundo. Hacer más infraestructuras para los coches no resuelve el problema, más bien lo agrava. Exagerar las cifras diciendo que los autos parados contaminan más que en movimiento es olvidar que la vida real de los coches es precisamente la lentitud. Sólo aquellos que salen a carretera pueden a veces correr. En la ciudad, su escenario “natural”, los automóviles se mueven en promedio a una velocidad de 20 kilómetros por hora. Y es frecuente que haya calles donde esa velocidad sea incluso menor: el congestionamiento crece de forma ostensible. Todos corren unos metros para topar poco después con otro ciclo de tráfico torpe. La calidad del aire en nuestras ciudades empeora y el humor de nuestra gente también: pasar tanto tiempo en los autos es ya una señal de los costos de un progreso mal entendido. Bajarse del coche es deseable, y disfrutar de una movilidad eficiente sería viable, siempre y cuando se invirtiese en un transporte colectivo de calidad. Hacer más puentes, túneles, ampliar más avenidas y sacrificar más áreas peatonales y zonas verdes no conduce a otra cosa que lo mismo: saturar las calles de vehículos contaminantes. La solución que es indispensable adoptar, ya, ahora, es un programa de movilidad sustentable, solidario, seguro y saludable. No invertir en ello es seguir con la vieja y tóxica inercia de dar todo al auto privado y muy poco a los vehículos que de modo eficiente mueven más con menos. El proceso de deforestación daña al clima tanto en la escala local como en la global. Nuestra ciudad experimenta de forma clara una deshidratación. Las planchas de cemento proliferan y con ellas crece la sensación térmica que antaño considerábamos propia de la zona costera. Los insectos que eran típicos del trópico húmedo ahora se han desplazado a los territorios que presumían de un clima templado y fresco. El dengue y la chikungunya no son ya una amenaza exclusiva de la planicie costera. Una red de ciudadanos ejemplares, los custodios del archipiélago del bosque de niebla –un auténtico conjunto de islas sobrevivientes acosadas por la especulación inmobiliaria– ven multiplicarse las áreas de conflicto ante el abuso de algunos agentes económicos (que hoy se disfrazan de verde e incluso dicen salvar al agua). Los proyectos de instalaciones cuyo único fin es hacer negocios a costa de la comunidad olvidan que hay un ordenamiento ecológico, un instrumento de planeación que define con toda claridad los usos del suelo, con el propósito de proteger el ambiente. Al ignorarlo, al transgredirlo, derriban árboles y destruyen la posibilidad de captar humedad, agravando la sequía y la deshidratación de la región. El Estado no puede ser omiso ante este proceso. Proteger los bienes comunes es ahora más que nunca su principal función. Estamos hablando del agua, de las áreas verdes, de la biodiversidad, de la calidad del aire, de la movilidad sustentable, del futuro de nuestros hijos y nietos.