El parlamento griego aprobó una iniciativa del primer ministro conservador Kyriakos Mitsotakis que supone graves retrocesos en los derechos de los trabajadores. Entre otras medidas, extiende la jornada laboral hasta 13 horas diarias, permite a los patrones imponer un sexto día laboral a discreción, y crea la figura de empleados de guardia, quienes no tendrán un horario fijo, sino que deberán esperar a que su empleador los convoque, si es que decide hacerlo. Es inevitable que esta ley remita a la Revolución Industrial de los siglos XVIII y XIX, cuando hombres, mujeres y niños se apiñaban en fábricas bajo las condiciones más insalubres en jornadas de hasta 16 horas diarias a cambio de una paga que no cubría ni siquiera sus necesidades más básicas.
La draconiana reforma fue avalada con los 158 votos de la gobernante Nueva Democracia y la oposición del resto de formaciones, desde la izquierda radical hasta los filonazis. La peculiar división en el Legislativo heleno invita a repensar los conceptos de conservador, centroderecha, derecha, extrema derecha y ultraderecha, pues, desde la irrupción del neoliberalismo hace medio siglo, estas etiquetas oscurecen más de lo que iluminan acerca de la ideología de quienes las emplean y de quienes se las autoadjudican. En décadas recientes, los adjetivos de ultra o extrema se han reservado para las agrupaciones que enarbolan la xenofobia, el racismo, la misoginia y la reivindicación de los distintos fascismos del siglo XX; mientras que los medios y la academia conceden el título de centristas a personajes y partidos que promueven las más salvajes políticas contra las clases trabajadoras, siempre y cuando se atengan al consenso liberal o al menos practiquen la ambigüedad ante las demandas llamadas posmateriales. Cabe preguntarse hasta qué punto este método para trazar las líneas políticas ha facilitado el ascenso de personajes con propuestas extremistas en contra de las grandes mayorías sociales, como Mauricio Macri, Sebastián Piñera, Álvaro Uribe o Emmanuel Macron, o la práctica totalidad de los primeros ministros británicos desde Margaret Thatcher, al velar el verdadero carácter de sus programas.
Por otra parte, la iniciativa de Mitsotakis no es un hecho aislado, sino sintomático de la fase decadente del modelo neoliberal. En marzo pasado, Seúl propuso aumentar a 69 el límite de horas de trabajo semanales, pese a que su actual tope de 52 ya es el cuarto más largo entre los miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Según el Ejecutivo surcoreano, la idea subyacente era combatir la tasa de fertilidad más baja del mundo al ayudar a los trabajadores a tomarse un descanso cuando decidieran formar una familia: los empleados podrían laborar horas extra en su edad más productiva, las que se acumularían como un bono canjeable a cambio de permisos de maternidad y paternidad. A miles de kilómetros, el gobierno balcánico hace malabares parecidos a fin de presentar una ley antiobrera como un beneficio para los obreros: de acuerdo con Nueva Democracia, la legislación protege a los trabajadores al permitirles tener voluntariamente un segundo empleo, de un máximo de cinco horas diarias, con el cual complementar su actividad principal de ocho horas al día. Está claro que ambos casos ilustran la treta más vieja del neoliberalismo: vender la precarización y la semiesclavitud como flexibilidad laboral. Otro elemento hermana a la barbarie sudeuropea con la asiática: tanto Grecia como Corea del Sur podrían solucionar sus problemas de falta de mano de obra y envejecimiento poblacional abriendo las puertas a los migrantes a los que mantienen fuera de sus fronteras de los modos más inhumanos e ilegales.