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8 de marzo: desigualdad persistente

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En la conmemoración y movilizaciones por el Día Internacional de la Mujer, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) dio a conocer un nuevo indicador de desigualdad laboral de género que muestra un panorama “mucho más sombrío” del que se suponía. Entre las revelaciones desalentadoras destaca que a nivel mundial las mujeres únicamente reciben 51 centavos por cada dólar que ganan los hombres. Además de los ingresos, el desempleo también tiene rostro femenino, pues 15 por ciento de las mujeres en edad de trabajar en todo el mundo quisieran tener un empleo, pero no lo tienen, cifra que se dispara a 24.9 por ciento en los países en desarrollo. Como ya es conocido, la situación laboral de ellas se agrava por la abrumadora desproporción en la cuota de trabajos domésticos y de cuidados no remunerados, la cual les impide competir con los hombres en disponibilidad de horarios.

Sin igualdad financiera y laboral es imposible cerrar las brechas y alcanzar una emancipación verdadera, pues la debilidad económica se traduce fácilmente en una vulnerabilidad que coloca a las mujeres en situaciones indeseables de dependencia frente a padres o parejas sentimentales. Al respecto, resulta devastador el cálculo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), según la cual se requerirían 132 años para cerrar las brechas económicas de género al paso al que se avanza en la actualidad.

Ante la contundencia de los datos, es evidente la urgencia de acelerar el combate a la desigualdad en todos los terrenos. Suprimir de una vez por todas la inequidad histórica y estructural que padecen las mujeres es tarea del Estado, la iniciativa privada, las organizaciones laborales, agrarias y de la denominada sociedad civil, las comunidades, las familias y las iglesias. En el caso de estas dos últimas, debe reconocerse que siguen siendo pilares fundamentales de la socialización y la construcción del tejido comunitario, pero también refugios de un enorme conservadurismo y de ideologías sumamente nocivas para los derechos humanos de grupos oprimidos.

El Poder Judicial y el aparato de procuración de justicia se encuentran entre los sectores que deben someterse a una exhaustiva revisión a la luz de la lucha por erradicar todas las formas de violencia contra las mujeres. Pese a todas las reformas para establecer una perspectiva de género en el proceder de tribunales y agencias del Ministerio Público, continúa siendo lastimosamente habitual encontrarse con que jueces o fiscalías facilitaron la impunidad a presuntos agresores, incluso en casos que han cobrado relevancia pública.

Baste recordar al impresentable fiscal de Morelos, Uriel Carmona Gándara, quien intentó hacer pasar “una grave intoxicación alcohólica y la consecuente broncoaspiración” como causa de muerte de Ariadna Fernanda López Díaz, joven asesinada por un sujeto con supuestos vínculos con dicho funcionario; así como al juez de control Teódulo Pacheco Pacheco, quien concedió prisión domiciliaria al ex diputado priísta Juan Antonio Vera Carrizal, autor intelectual del intento de feminicidio de la saxofonista mixteca María Elena Ríos Ortiz.

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