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El concepto de patrimonio biocultural y las luchas ambientales de hoy

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Por Hipólito Rodríguez Herrero

El miércoles 18 de enero se presentó en la ya indispensable librería Mar Adentro, en la ciudad de Veracruz, el recien publicado libro Acerca del concepto de diversidad y patrimonio biocultural. Su autor, el doctor Eckart Boege, José Manuel Bañuelos, del Centro INAH-Veracruz, y el autor de estas líneas sostuvimos, a propósito de esta importante obra, un diálogo con la comunidad de lectores interesados en el porvenir de nuestras culturas. En la conversación, nos acercamos a una problemática donde convergen el saber antropológico, el ambiental, la crítica del desarrollo y propuestas para proteger el patrimonio biocultural.

No es frecuente hallarse ante un libro tan complejo y donde el autor se sitúe en diferentes frentes de lucha: el colonialismo, la sustentabilidad, los derechos indígenas, la agroecología, y un nuevo modo de entender la antropología. De un lado, porque se propone rescatar nociones de cuño antropológico donde se exploran y rescatan el saber de los pueblos originarios, el mundo campesino, la ruralidad preindustrial, la cosmovisión de los pueblos ancestrales. Del otro, porque se vinculan los estudios de la antropología y la sociología rural, que defienden las estrategias campesinas, con los conocimientos generados por la ecología y en particular la agroecología, relativos al manejo apropiado y respetuoso y sustentable de la tierra y los ecosistemas. El libro plantea una reflexión de matriz filosófica y política en torno a los límites del concepto dominante de desarrollo y las alternativas que abre la consideración de nociones como la buena vida o el buen vivir, frente al discurso economicista convencional. Para Eckart Boege, la crítica de las categorías económicas es a la vez una crítica al colonialismo y a las maneras de cosificar la naturaleza, una reflexión sobre las opciones para superar un modelo de globalización que uniformiza al mundo y lo lleva al colapso. La ecología política no solo habla de conflictos y resistencias, también habla positivamente de una nueva racionalidad ambiental, una nueva manera de vivir la diversidad natural y cultural.

La obra es fruto de una fecunda investigación que tiene una historia de casi cuatro décadas. En Los mazatecos ante la nación (1988), Eckart Boege examinó las contradicciones de la identidad étnica en el México de los años setenta y ochenta. Pocos años después, como resultado de un trabajo en equipo, presentó la propuesta de ordenamientos territoriales comunitarios: Proteger lo nuestro desde la comunalidad (2000).

En 2008, esa línea lo llevó a publicar, el extraordinario libro El patrimonio biocultural de los pueblos indígenas de México. Del mismo espíritu nació Agricultura sostenible campesino indígena, soberanía alimentaria y equidad de género (2009), escrito con Tzinnia Carranza, cuyo propósito fue examinar cómo responde la agricultura sostenible a los desafíos que presenta la globalización en curso. En su conjunto, se trata de libros donde se reflexiona en torno a procesos claves para los pueblos indígenas de nuestro territorio. Así, se consideran las iniciativas políticas que movilizan a los zapatistas en los territorios indígenas del sur de México, las luchas en defensa de sus tradiciones de las comunidades indígenas de la sierra de Juárez en Oaxaca, la experiencia de las cooperativas de la sierra norte de Puebla y la defensa del territorio en Cheran, Michoacán, todas ellas formulando una nueva relación con la estatalidad y planteando nuevas modalidades de derecho y autonomía. Del conjunto, poco a poco emerge la idea de que el patrimonio biocultural agrupa no solo bienes materiales o procesos productivos sino también el conjunto de relaciones que les dan sentido, lo cual abarca el tejido simbólico, legal y político.

Para empezar, planteamos que nos hallamos ante un libro que formula propuestas políticas y antropológicas de una gran actualidad. ¿Por qué? Porque en estos días se está discutiendo si nuestro país puede aceptar la entrada de maíz transgénico. Porque en estos días se están debatiendo las posibilidades de poner límites a la minería de oro y plata en territorios habitados por los pueblos campesinos e indígenas. Porque en estos días se está reflexionando sobre las implicaciones que tiene para la ciudad de Veracruz el hecho de que un juez haya fallado a favor de los habitantes y en contra de las autoridades que se implicaron en la ampliación del puerto de Veracruz para destruir un patrimonio histórico y natural como son los arrecifes. Porque en estos días se acaba de dar a conocer la sentencia de un juez que suspende de forma definitiva la minería a tajo abierto en los municipios de Actopan y Alto Lucero, dando razón a sus habitantes frente al fetichismo que ve en el oro la suma de su codicia. 

El libro de Eckart Boege está precisamente argumentando las razones que permiten defender los paisajes, los ecosistemas, las semillas y las prácticas culturales de nuestros pueblos originarios. El concepto de patrimonio biocultural tiene una inmensa carga política. Por un lado, porque viene a mostrar que nuestras agriculturas, las que desarrollaron nuestros ancestros en torno al maíz, son una herencia cultural que tiene un inmenso valor agroecológico: son fruto de miles de años de investigación, de experimentación, tiempo en el cual se exploraron variedades que se sobreponen a nuestras variaciones climáticas, los desafíos que implican nuestros suelos, poniendo en pie una alimentación nutritiva en todo momento del año. De acuerdo con Boege, el maíz es en la actualidad el cultivo más flexible y potente para la humanidad. Somos centro de origen, es decir, que la civilización mesoamericana consiguió al cabo de un tiempo extraordinario adaptar este cultivo, en realidad un policultivo, la milpa, dando origen a un sistema agroalimentario que hoy perdura y sostiene a millones de personas. El experimento que nos proponen las empresas trasnacionales, como MONSANTO, además de implicar romper con el modelo de generosidad que es propio de las culturas comunitarias, pues se propone privatizar y patentar las semillas e impedir que haya un libro flujo de las mismas, nos coloca ante el riesgo de perder la enorme riqueza de variedades que hoy caracteriza al campo mexicano, ya que lo que desean las trasnacionales es homogeneizar el campo con sus propuestas técnicas, y volver dependiente al campesino mexicano de sus semillas mejoradas que solo sobreviven utilizando agroquímicos, venenos que curiosamente ellas venden. De ahí que la decisión del gobierno mexicano de no autorizar la entrada de esas semillas modificadas es una medida de protección de nuestra raíz, nuestro más importante paisaje biocultural y alimenticio. 

Además, el concepto de patrimonio biocultural se inserta en una discusión internacional de gran relevancia: descolonizar a nuestros pueblos, a nuestros intelectuales, a nuestras mentalidades: lo que se llama la epistemologia del sur: romper con los modos de pensar que colocan a las prácticas mercantiles como la unica forma de organizar la vida. Mercantilizar todo —el agua, las semillas, el suelo, la biodiversidad, la cultura— es lo que nos está llevando al desastre: es muy necesario mostrar a nuestra gente, a nuestros jovenes, que hay formas de organizar la vida que no pasan por el intercambio mercantil, que son fruto de la organización comunitaria, donde la reciprocidad, la solidaridad, la fraternidad, son los valores que pueden regir la convivencia.  

En el curso del siglo XX, la agricultura comercial e industrial, el mundo de los agronegocios, ha reducido dramáticamente el uso de las especies y variedades domesticadas por los campesinos e indígenas. Es un mundo insustentable: genera pasivos, una contaminación química que afecta suelos, lagunas, mares y a los mismos productos. Su modo de operación contribuye al cambio climático. Provoca la erosión genérica de las especies que se utilizan en el sistema alimentario mundial. Su expansión ha venido a destrozar ecosistemas naturales completos.

El libro muestra la estrecha articulación entre diversidad biológica y diversidad cultural y ello sirve de base para emitir un claro mensaje político. Los territorios donde ambas diversidades arraigan están sometidas a una extraordinaria presión: proyectos hidroeléctricos, mineros, madereros, ganaderos, cultivos transgénicos, iniciativas económicas que acosan y hostigan la vida y que es fundamental detener para proteger lo nuestro, el patrimonio biocultural, la raíz de nuestro futuro. La cuestión es que el Estado moderno “debe reconocer” los derechos de autonomía y libre determinación de las comunidades que habitan esos territorios de alta densidad biocultural.

El libro concluye con una reflexión en torno al concepto de vida que están impulsando las comunidades. El buen vivir implica una crítica de la racionalidad occidental y su ilusión del progreso continuo, una crítica de los indicadores económicos de bienestar. En los países donde ha conseguido establecerse, el buen vivir implica un programa nacional biocultural que defiende los territorios indígenas contra los modelos extractivistas y promueve espacios donde prima el bien común, la equidad de género, la economía regional endógena, el manejo agroecológico de la biodiversidad, la soberanía alimentaria y el respeto a los derechos colectivos. Las ciudades tenemos mucho que aprender.

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