domingo, junio 23, 2024
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Migrantes afrocaribeños en Ciudad de México: los olvidados del siglo XXI

Por María José García Oramas

Luis Buñuel filmó algunas escenas de “Los olvidados” en la plaza de La Romita, muy cercana a la plaza Giordano Bruno en la colonia Juárez de la Ciudad de México. Ahí, familias enteras de migrantes haitianos vivieron durante varios meses, olvidados por las autoridades citadinas y de migración. Eran alrededor de 500 personas viviendo en improvisadas casas de campaña sin servicios básicos, e incluían mujeres y niños pequeños. Se fueron asentando en la plaza porque no tenían recursos para pagar una renta mientras lograban ser atendidos en la oficina aledaña de la Comar (que en todos esos meses no logró extenderles los documentos solicitados) para obtener refugio en México y, con ello, asegurarse de no ser deportados a su país. Mientras tanto, se conectaban incansablemente al celular, día tras día, para tratar de llenar el formato de asilo de Estados Unidos y, de milagro, recibir un correo de las autoridades de este país brindándoles una cita para atender su demanda de asilo. No deseaban quedarse en México, porque aquí no hay trabajo bien asalariado; su “sueño” sigue siendo llegar a Estados Unidos para tener una vida mejor lejos de la violencia que azota a su país y de las calles insalubres de la Ciudad de México.

En la plaza Giordano Bruno, a la que fueron llegando de a poco, y aun cuando vivían en condiciones infrahumanas, por lo menos no se arriesgaban a que les dieran un balazo en la cabeza como en su país. Además, se mantenían cerca de esa oficina en la que se les decía que obtendrían los documentos solicitados; por lo menos eso contestaron a los oficiales de migración cuando los desalojaron.

Con el paso de los meses, los vecinos se quejaron de su presencia y, con justa razón, se organizaron para defender sus derechos humanos a un trato justo y humanitario, y a ser albergados en un lugar digno. Se reunieron con autoridades de la Ciudad de México y hasta sugirieron espacios donde pudieran alojarlos. La respuesta de las autoridades, después de varios meses de darles largas como suele suceder en este país, fue desalojarlos de noche mediante un despliegue de elementos de seguridad y del Instituto Nacional de Migración. Sin aviso previo, sin indicaciones ni a ellos ni a las organizaciones civiles de apoyo, sin información sobre el lugar al que serían destinados, así nomás los subieron a todos y cada uno en autobuses especiales, con el objetivo de “ser trasladados”. Las autoridades de Migración se festejaron por este exitoso operativo junto con una persona llamada Ana González, quien se dice integrante de la comisión de participación ciudadana (Copaco) de la colonia Juárez.

En nuestro país miles de personas son invisibles, otras desaparecen, otras van y vienen sin que sepamos a ciencia cierta sobre su vida, sus historias, su paradero. Yo tuve la fortuna de acercarme a estos migrantes para llevar a cabo acciones humanitarias de apoyo junto con colegas y amigas. Lo hicimos simplemente por ayudar, pero también por conocer más de cerca a estos extranjeros tan disímbolos a los gringos que pululan por la Juárez y la Roma y que abarrotan cafeterías y restaurantes inflando los precios de los servicios, la vivienda, y trastocan, claro por el bien del comercio y el turismo, la vida cotidiana de estos barrios tradicionales de la Ciudad de México.

Los olvidados solo se recuerdan en el muro de La Romita al que diariamente visitan hordas de turistas recorriendo la Ciudad de México. A estos otros y otras, afrocaribeñas y afrocaribeños que provienen de la primera República Negra Independiente de América, nadie los mira, ni los ayuda hasta que empiezan a estorbar en la misa dominical, a los restauranteros de los alrededores, a los paseantes y vecinos. Desde luego, fácilmente se olvida también que representaron un jugoso negocio para los alrededores cuando les cobraban por cada baño, cada recarga de celular, cada ducha.

Mientras repartimos apoyo, ya sea en invierno con chamarras y pantalones o en primavera con productos de higiene básica, no pudimos llegar al verano ya que otros vecinos nos increpaban diciéndonos que por nuestra culpa el gobierno no los iba a sacar de allí. Ellas y ellos, adultos y niños, nos indicaban en su créole original, un idioma cercano al francés con el cual me comunicaba con ellos, lo que más necesitaban, sobre todo en aquellos primeros meses de invisibilidad generalizada. Mientras los pequeños aprendían el español básico rápidamente, apretaban cerca de su pecho los juguetes de peluche que les dábamos para mitigar sus miedos ante todo lo desconocido e incierto que estaban viviendo luego de transitar por meses fuera de su hogar.

Estos haitianos y haitianas comparten las riquísimas tradiciones de apoyo y solidaridad mutua de los países afrodescendientes, quienes se ayudan entre sí en medio de la desgracia porque saben, desde ancestrales generaciones, que ésta es la única forma de sobrevivir. Ahora ya no están en la plaza Giordano Bruno y dicen que se los llevaron a una estación migratoria, quizá una como la que se quemó en Ciudad Juárez. Pero la ciudadanía no pidió eso. Pidió que se les reubicara en la Ciudad de México, ciudad santuario por ley, en un albergue digno, pero las autoridades capitalinas hicieron lo de siempre: deshacerse del problema y pasárselo a otra oficina, a otra demarcación, a otra agencia, a otro estado, a otro funcionario. Hasta no verte Jesús mío, como diría la soldadera de Elena Poniatowska, seguirán de un lugar a otro, en otro punto del país si es que no los mandan más lejos. Seguirán padeciendo las mismas penurias, las mismas desgracias y llevando consigo a cuestas, con sus pocas pertenencias (incluidos ahora los peluchitos), las mismas diásporas, las mismas esperanzas de liberación que desde siglos han buscado padeciendo distintas formas de esclavitud.