jueves, mayo 16, 2024
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Los riesgos de una transición presidencialista

René Montero Montano

Poco antes de la elección presidencial en México que ganó Andrés Manuel López Obrador, publiqué en este periódico que el tema central al cual los mexicanos –y por supuesto veracruzanos– debiéramos prestar atención no tenía que ver, para nada, con la presencia de un populismo variopinto (en la connotación común de aquel momento) utilizado como argumento maniqueísta para denostar la posibilidad de que AMLO llegara a la Presidencia y con ello desmontara el liberalismo y/o neoliberalismo, llevando a un colapso económico-político al país con la imposición un modelo mixto con inclinación socialista. Al contrario, era precisamente esa expresión de la razón populista, manifiesta en la participación social, la que posicionaba al rostro visible del Movimiento Regeneración Nacional (AMLO) con el impostergable propósito de cambios en la gobernanza del país.

Igualmente mencionaba que el riesgo al que debíamos prestar atención era la continuidad inamovible del presidencialismo –como formato de gobernanza instalado tradicionalmente desde el Poder Ejecutivo–, en tanto que ello impactaría los procesos de democratización política (no administrativa-electoral) de los mexicanos comprometidos y entusiasmados con el “cambio de régimen”, y que descuidar un acompañamiento ciudadano llevaría a vivir un letargo ampliado en la conformación de una sociedad políticamente participativa y, por ello, conscientemente democrática y capacitada para la toma de decisiones.

Esta necesaria actitud de vigilancia permanente de cada simpatizante comprometido en la gestión ejecutiva del cambio, asignada representativamente a través del voto a AMLO, no terminaba en las urnas. Al contrario. Apenas empezaba. El escenario era propicio para que, aprovechando su liderazgo popular, se promovieran cambios con resonancia en el Poder Legislativo (nacional, estatal y municipal), que impulsaran la postulación de legítimos representantes del movimiento de renovación nacional, validados popularmente por su práctica y compromiso social en los diferentes territorios y regiones del país. Seguramente este proceso habría sido complejo por la necesaria instalación de diferentes formas de organización, discusión argumentada y toma de decisiones, pero a la larga, traería retribuciones que fortalecerían la formación en la participación democrática radical de muchos mexicanos y pondría en marcha la barredora de la corrupción “de abajo para arriba”.

Una utopía dirán ustedes, pero se trataba de iniciar un proceso instituyente de un futuro posible y realizable en el mediano plazo, que sobre la marcha, sentaría las bases de una transformación política desmarcada del presidencialismo y acompañada de un fortalecimiento macroeconómico y uno microeconómico libre de tintes asistencialistas, que sin duda se sostendría con la visibilización y combate a la corrupción que, como valor dominante, estaba instalado desde las cúpulas de los regímenes de gobernanza neoliberales desde finales de los años 70 y que promovía con mayor intensidad, en la esfera cotidiana, la subcultura de los tráficos.

A esta visibilización ciudadana de la corrupción, como valor instrumental a combatir y que la figura de AMLO logró articular como gestor del movimiento, había que responder con estrategias que, sosteniendo la dinámica política de movimiento –no de partido– se asumieran los riesgos propios de instituir la formación ciudadana para una democracia como modo de vida, y de ese modo, permear en todos los ámbitos sociales la lucha contra la corrupción.

El proceso de cogestión generaría, sin duda, contradicciones y conflictos de intereses, posicionamientos políticos encontrados pero tendientes a conformar la madurez política de los mexicanos para direccionar los rumbos y enfrentar participativamente las embestidas conservadoras en sus diferentes expresiones, regularmente ligadas a intereses transnacionales y corporativos o a meros prejuicios montados en la ignorancia como método de control y autocontrol ciudadano.

Es decir, instituir la participación democrática directa de cada ciudadano convencido de las decisiones tomadas colectivamente y que su representante Ejecutivo (AMLO) debía confirmar y llevar a efecto en una justa obediencia, avalada por los representantes legislativos que tendrían que impulsarlas desde sus curules respectivas.

Ya sobre la marcha, hemos conocido la práctica de los tráficos arraigados en la estructura que deseamos transformar y dimensionamos que tienen, hasta la fecha, un poder y soporte financiero e ideológico que, en la euforia del triunfo, era aún difícil de visualizar y aún más de enfrentar. Había que dar un vuelco a una condición donde el poder concentrado en unos pocos se deslizara al poder consensuado y asumido por muchos.

Seguramente destapar esa caja de pandora influyó en que, desde el presidencialismo vigente, se tomaran decisiones indiscriminadas, generalizando que la subcultura del uso de las malas prácticas estaba en todos los integrantes de los “giros” cuestionados. A modo de meter en una sola bolsa a bloques de instituciones, organismos civiles diversos y profesionales, se dio fuerza a una percepción autoritaria de la figura presidencial y aportó elementos mediáticos a la resistencia conservadora que, aprovechando la toma de decisiones no consensuadas con la población, ha podido establecer un diseño para la transmisión de información falsificada que impacta sobre la credibilidad de población desinformada.

Aún no me atrevo a generar hipótesis políticas de la razón por la cual la profundización de un movimiento democratizante se sustituyó por el fortalecimiento de un presidencialismo de “vocación necesaria” y un partidismo con herencia utilitaria, contrario a la construcción de una democracia participativa popular y dispuesto a reinstalar una democracia simuladora que operara desde la consigna, con representantes electos implementando estrategias mediáticas y de marketing, típicas del mercadeo capitalista. Candidatos preferentemente alineados a intereses personales y de grupos regionales y locales reposicionan un neopriísmo que continúa desmarcado de la necesaria formación política del ciudadano de a pie, al que se le asigna –y asume– la posición de espectador de un decisionismo ajeno y generalmente incomprensible y al que responde: a) con una fervorosa afiliación; b) con indiferencia a la política y lo político y/o; 3) con una resistencia típicamente conservadora. En suma, una ciudadanía dispuesta a expresar una posición política despolitizada.

Vemos así que un escenario posible de formación política, hasta este momento, se difuminó, restringiéndose nuevamente a un ejercicio meramente administrativo de la democracia, a la sobrevaloración de lo electoral y lo estadístico como espacios límite y definitorio de la participación ciudadana. En consecuencia, el movimiento diverso de renovación, como tal, derivó en un partido político convencional y con ello asumió la tradicional nomenclatura, estructura y función de una institución vertical, privilegiando los intereses propios de una organización contraria a la formación política participativa de los ciudadanos dispuestos y comprometidos con una transición de largo aliento.

Caminar durante estos cinco años por este sendero está costando caro, no sólo en el desgaste permanente que requiere el desmentir el uso tergiversado en que los medios de información están comprometidos con una resistencia comodina, empeñada en difundir versiones confusas de las decisiones tomadas cupularmente desde el gobierno para la distribución y emprendimientos con la riqueza recuperada.

Aprovechando la despolitización ciudadana, en una época donde la verdad pierde su valor como formadora de criterio –y con ello pretendiendo desarticular las versiones de gobierno y poner en duda los logros obtenidos en la esfera de la economía y del bienestar social–, ya tenemos un riesgo permanente que socava la credibilidad de las acciones gestionadas de “arriba para abajo”, con una población sin conocimiento previo de causa y valoración de las mismas. Comunidades ajenas a una inclusión razonada para considerar la viabilidad de proyectos desde una organización social participativa, que desde el principio, consensuara el reconocimiento y apoyo para su ejecución.

Sin duda, el ejercicio de una planeación democrática gestada con la participación de las comunidades y actores involucrados es fundamental para lograr una aprobación consensuada, misma que desactivaría las intenciones de socavamiento y al mismo tiempo daría un giro al hecho de centrar la figura presidencial como la artífice de toda decisión, hoy investida con ropaje autoritario. Al mismo tiempo, desarticularía una gobernanza presidencialista para, poco a poco, instituir estructuras y formas de ejercicio democráticas descentradas del presidencialismo y del partidismo convencional. De este modo, las decisiones correctas no tendrían que ser ventiladas y defendidas en espacios mediáticos en los términos y escenarios que ya conocemos, mientras que las propuestas con escasa articulación tendrían ajustes desde la racionalidad ejercida con una participación dialógica. Las inviables seguramente serían rechazadas.

Estamos por cerrar una gestión presidencialista, que si bien se sostuvo en una ética liberal y un economicismo neoliberal prudente (esto es un progresismo estilo AMLO) no por ello se salva de riesgos y acontecimientos imprevistos (o muy previstos) que reviertan la simpatía y el agradecimiento a un personaje representativo de una población con deseos de cambio. Ya hemos sido testigos del intervencionismo galopante en países de Centroamérica y América Latina. Aquí, como en Brasil y otros, se cocina una estrategia apoyada en una camarilla sin escrúpulos, instalada en todas las regiones del país en el Poder Judicial. Su posicionamiento como enemigo del cambio iniciado no es poca cosa, y su despliegue se basa en la fragilidad de un régimen que sostuvo la lógica presidencialista y la partidocracia esclerotizada sin salidas incluyentes más allá del juego electoral.

La supuesta soberanía que inviste al Poder Judicial como ejecutor de la ley y la justicia y su indiferencia a que el Estado liberal se articula con buena intención, desde la cual los tres poderes deben orientarse para una gobernanza que promueva el bien común de la ciudadanía, no está en su código de ética. Todo parece indicar que presupone que la soberanía se aplica a ellos y no al Estado en su conjunto. Si bien debe guardar su independencia, eso no implica desoír que la soberanía se construye con los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.