martes, abril 30, 2024
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Leones por corderos: sobre el triunfo de Milei


Javier Franzé

Cuando se produce un triunfo arrollador como el de Milei, parece que el mundo tiene un sentido y el acontecimiento nos lo viene a contar. En este caso, por la boca de las urnas, que nos invitan a vivirlo como una verdad irreversible e inobjetable. Pero la política es tiempo, y el tiempo horada, sedimenta, trastoca.

Milei no escondió nada de su programa político. Contra la primacía del coaching y de las encuestas, hizo política y actuó como un dirigente: propuso un plan de gobierno claro, contrario a buena parte de la tradición política argentina y creó un público (quizá incluso un sujeto) a través de esa interpelación.

Se dirá que ese programa y su estilo son parte de una estrategia muy a tono con el coaching: la de la “autenticidad”. Es probable. Pero su apuesta en cualquier caso fue a todo o nada, pues no sólo se enfrentó al kirchnerismo sino también al macrismo. Y finalmente venció a ambos, aunque al macrismo lo sacó de la pista en la primera vuelta y luego, desde una posición de fuerza, negoció con él para vencer en el balotaje al oficialismo, representado por su ministro de Economía, Sergio Massa.

En todo caso, lo novedoso no es que haya ganado la oposición, ni que haya perdido el peronismo, ni que vaya a gobernar la derecha. La particularidad de este triunfo reside en que es el de un programa anarcocapitalista radical apoyado por una muy amplia y heterogénea base social e ideológica, en un país cuya principal tradición política es el nacionalismo popular.

¿Cómo pudo ocurrir tal cosa?

La respuesta inmediata y obvia es que el derrotado es el ministro de Economía de un gobierno con una inflación del 150% anual y un 40% de pobreza. Que las tres últimas presidencias (Cristina Fernández, Mauricio Macri y Alberto Fernández) fueron mayoritariamente percibidas, por distintas razones y sectores, como malas, y que ello agotaba la baraja político-partidaria, por lo que la aparición de una alternativa, que además se presentó como la negación de toda la política existente, tenía las de ganar.
Esto último es un factor importante, pero no lo explica todo. Los proyectos promercado han sido históricamente la gran alternativa al nacionalismo popular en la Argentina. De hecho, la referencia de Milei es la Argentina de 1880-1930 y el menemismo de la década de 1990. Pero Menem ganó en 1989 con un programa peronista clásico, nacionalista popular, y Macri se impuso en el balotaje en 2015 prometiendo conservar lo bueno del kirchnerismo.

Todo el discurso de Milei ha reposado en el desplazamiento y la reducción del poder social al poder del Estado y “la política”. Una vez situado allí, su narrativa ha sido antioligárquica. En efecto, Milei ha representado la situación política argentina recurriendo a algunos lugares comunes del nacionalismo vernáculo: somos un país rico, que fue potencia en el pasado (para algunos, en 1880-1930 y, para otros, en 1946-1955), pero que es ahogado por una minoría insensible (la oligarquía vacuna para unos, la casta política para otros) que no permite al pueblo disfrutar de los beneficios de su trabajo ni de los recursos nacionales. Nuestra meta es volver a ese destino de grandeza que nos merecemos y nunca debimos abandonar. Para ello es necesario terminar con esa minoría parasitaria.

Lo específico del discurso de Milei es sostener que “la casta política” se ha apropiado del Estado, al que usa por un lado como palanca para esclavizar a los pobres dándoles subsidios y, por otro, como botín para enriquecerse y beneficiar a los amigos. Así, en un solo movimiento, el Estado fagocita a la sociedad, esclaviza a los pobres y favorece a los políticos y a su entorno. Éstos son básicamente unos incapaces y ladrones que no resistirían la competencia del mercado. El modo de cortar este nudo gordiano es, por lo tanto, el “plan motosierra”, que de un solo tajo restituiría las condiciones para un crecimiento justo, productivo y en libertad. Así, cada uno recibirá el premio a su esfuerzo, lo que permitirá que el conjunto crezca. Para Milei los empresarios son “benefactores sociales”: negocios privados, beneficio público.

Esto plantea un problema a las fuerzas que podríamos llamar “progresistas” en Argentina, que incluirían sobre todo al peronismo kirchnerista, al alfonsinismo y a los socialistas y socialcristianos, con o sin partido. La pregunta sería ¿qué se ha hecho tan mal como para que un discurso radical y explícitamente antiigualitario tenga mayor capacidad de interpelación a los sectores populares que uno progresista? ¿Cómo un discurso de esta naturaleza puede despertar la esperanza de un cambio y una mejora de los sectores populares, socializados políticamente en la desconfianza del discurso promercado?
Milei ha logrado construir una imagen de que el poder social en la Argentina es el Estado y por lo tanto lo tienen los políticos y, en especial, el kirchnerismo. Esta imagen liberal que ni John Stuart Mill suscribiría por anticuada, no resiste el mínimo análisis en la época de la globalización neoliberal, ni siquiera en los países del Primer Mundo, en los que un Estado que salió fortalecido de la segunda posguerra viene perdiendo poder a pasos agigantados desde al menos cinco décadas a manos del capital privado. Ni que decir tiene cuánto puede describir la relación entre Estado y mercado en un país periférico y cada vez más oligárquico como la Argentina.

La cuestión es entonces en qué medida el progresismo argentino ha resultado funcional a este cuadro que traza Milei. Lo ha sido por acción y por omisión.

Por omisión, al no ser capaz de resignificar la reforma del Estado en términos de profesionalización del funcionariado para construir un poder legitimado para ejercer como árbitro en la economía y dirigir al mercado. El Estado argentino no representa, en términos generales, un poder activo al servicio de los sectores populares. Es cierto que por momentos constituye una última valla de contención, pero ello no basta, precisamente porque es sólo defensiva, antes poderes cada vez más fuertes y globales.

Otro vacío importante en el discurso progresista es su incapacidad de poner en la agenda pública la inequidad del sistema impositivo argentino, así como los subsidios al empresariado. En la Argentina es la derecha la que monopoliza la cuestión impositiva, afirmando que la presión fiscal es “insoportable”, e identifica como clientes del Estado sólo a los sectores populares, cuando históricamente y en el presente no ha sido así. El propio Macri proviene de la llamada “patria contratista”, los empresarios que han vivido de sus contratos abusivos con el Estado. Este discurso le permite a la derecha afirmar que el problema de la economía nacional es el déficit fiscal de un Estado que cobra muchos impuestos a los “verdaderos productores” para mantener a “los planeros” (los que perciben planes sociales estatales), que son —siempre según este discurso— el voto cautivo del “populismo”. Así, el problema fiscal es siempre el gasto y no el ingreso, en un país en el que la mayor cantidad del ingreso tributario proviene de los impuestos indirectos, que son los más inequitativos, pues gravan el consumo (el IVA y los impuestos sobre bienes y servicios representan el 51% contra el 32% en OCDE). Por el contrario, los impuestos directos sobre renta y patrimonio, que son los más equitativos, aportan poco. El impuesto a la Renta de las Personas Físicas representa el 8% contra el 23% en la OCDE, y el Impuesto a la Propiedad, el 19% contra el 26% de la OCDE. La presión fiscal (29,4%) es baja comparada con la OCDE (33,5%) y aún más con la UE (41,7%). Todo esto, además, en un contexto de alta evasión fiscal, fuga de capitales, informalidad laboral e inflación, que agrava la situación para los asalariados formales e informales de menores ingresos.

El progresismo ha elegido, en cambio, contestar punto por punto el discurso simplificador de la derecha, convirtiéndose así en su simétrico opuesto. No se trata de defender este Estado, sino el Estado y, para ello, es requisito mejorar su funcionamiento. Que cobre el IVA es un síntoma de su debilidad para cobrar a los que más tienen. Al defender a rajatabla este Estado y no proponer otra reforma diferente a la que durante décadas viene ofreciendo la derecha, el progresismo les brinda a las fuerzas promercado un blanco fácil: volver verosímil la narrativa de que hace esa defensa para lucrar con el clientelismo de los sectores populares, a los que empobrece crecientemente y usa para alcanzar el poder.

Otra omisión importante del progresismo es la de reducir la cuestión social al problema de la pobreza, como gusta hacer la derecha, y no enfocarla a través de la desigualdad. Contra el sentido común dominante, disminuir la pobreza es compatible con conservar la desigualdad e, incluso, aumentarla. Mitigar la pobreza sin tocar la desigualdad es lo propio de las políticas neoliberales puntuales, no universalistas, de ayuda contra la exclusión y la miseria extremas. Lo que no forma parte de la cosmovisión neoliberal es combatir la pobreza a través de la reducción de la desigualdad, pues el neoliberalismo entiende que ésta es resultado de la supuesta diferencia de méritos.

Si el objetivo de la democracia es sólo acabar con la pobreza, como viene proponiendo la derecha en los últimos años en la Argentina, se está aceptando la posibilidad de tolerar una gran desigualdad incompatible con cualquier ejercicio de la ciudadanía. Dicho de otro modo, se legitima la democracia (entendida como puro régimen electoral), pero no la democracia social. Claro que hay que terminar con la pobreza, pero como consecuencia de combatir la desigualdad.

El discurso progresista ha sido funcional a la narrativa de Milei también por acción, en tanto ha tendido por momentos a presentar su discurso como el único capaz de entender y representar los intereses populares. Esto le impidió ver algo decisivo en Milei, que ya había resultado clave para el triunfo de Macri en 2015: su desacomplejada determinación de disputar lo popular, principalmente al peronismo, que es quien históricamente lo ha modelado. Macri, e incluso antes Alfonsín en 1983, no asumió que el pueblo era algo de lo que sólo podía hablar el peronismo o de lo que sólo se podía hablar sin cuestionar su identidad peronista. Milei fue incluso más lejos: su discurso, a diferencia del de Macri, no nombró a “los planeros” como cómplices pasivos de un poder estatal confiscado por el kirchnerismo y así culpables de la debacle nacional, sino que tuvo la habilidad de presentarlos como víctimas de ese poder. Así pudo ofrecerse como su liberador y, a la vez, despegarse del lugar del líder que debe ser seguido por un pueblo hecho rebaño, pues le reconoció a los sectores populares su potencial emprendedor y, con ello, los empoderó y dignificó: leones por corderos. Sólo hacía falta que ese pueblo le diera la confianza en las urnas para que con su motosierra lo liberara de las cadenas estatales.

No todo triunfo conservador o incluso anarcocapitalista es una derrota del pueblo como tal. Sí de un modo de simbolizar lo popular, entendido programáticamente y en términos de valores como la lucha por la igualdad y la justicia social, pero no en términos del pueblo como actor político, porque éste no es una cosa predefinida a priori, sea una posición económica, un dato demográfico, un programa político o una ideología. El pueblo, como cualquier sujeto político y la política misma, es algo siempre a construir y en disputa. La historia política argentina, a pesar de que ha sido a menudo interpretada como una teleología romántica que enfrenta al Pueblo y la Nación contra la Oligarquía y el Imperialismo, o a la República contra los caudillos y las masas bárbaras que lo siguen, muestra que sus hitos clave han reposado en la resignificación del Pueblo, que ni siquiera fue lo mismo para el peronismo clásico (1946-1955) y para el peronismo de los ’70, ambos liderados por Perón, y que luego fue interpelado y construido de otro modo por fuerzas no peronistas progresistas, como Alfonsín en 1983, pero también por fuerzas peronistas neoliberales, como Menem en los ’90. La cultura política nacional-popular, aun cuando sus partidos no ganen las elecciones, muestra que sigue siendo dominante precisamente porque todas las fuerzas políticas pugnan por dar forma al Pueblo, entendido como demos legítimo. Esto, a pesar de los resultados contradictorios que pueda arrojar en términos de valores y políticas públicas, representa una profundización de la lucha por el sentido y, como tal, de la democracia misma.

Un síntoma de la incapacidad de entender que Milei ya estaba resignificando lo popular fue la posición moralista con la que el progresismo lo enfrentó en la campaña electoral. En efecto, el problema de Milei no es que “está loco”, ni que es un personaje estrafalario, ni que es un exaltado. Ya de Menem el progresismo se burlaba porque se expresaba incorrectamente o tenía comportamientos adolescentes. Así, disimulaba mal sus prejuicios de clase media ilustrada, aunque no su doble rasero: lo que habitualmente celebraba en artistas como inefable y antiburgués, ahora lo condenaba en la política. Con Macri lo tuvo más fácil, porque éste representa al “nene bien e hijo de papá”, privilegiado y caprichoso, aunque también se le criticaron sus problemas de dicción. El problema de Milei es su programa político ultraliberal y escasamente democrático. Y, en especial, su capacidad de interpelar a los sectores populares, muchos de tradición progresista y peronista.

Quizá la fisonomía que adquiera el discurso con el que el progresismo se enfrente a Milei nos dé la pauta de si estos sectores comprenden que un anarcocapitalista puede construir un pueblo. Si persiste la moralización defensiva y antipolítica actual, habrá Milei para rato. En efecto, que su modo de construir el pueblo no sea el progresista ni el nacional-popular no garantiza, como tampoco su inestabilidad psíquica, que su futuro sea corto o infértil. No olvidemos que la política es creación y, como dijo el propio Milei, “la diferencia entre un loco y un genio es el éxito”.