martes, abril 30, 2024
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¿Qué se juega Argentina en el balotaje?


Por Javier Franzé

El próximo 19 de noviembre se celebrará en Argentina el balotaje para definir quién será el próximo presidente en el período 2023-2027. Los candidatos que compiten son el peronista moderado Sergio Massa (Unión por la Patria), actual ministro de Economía, y Javier Milei, el candidato del partido liberal libertario creado hace sólo dos años, La Libertad Avanza, la gran sorpresa de este proceso electoral. Massa ha remontado el mal resultado de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) celebradas en agosto para definir los candidatos que finalmente se presentarán en las presidenciales. Contra todo pronóstico, ha obtenido el primer lugar al pasar del 27,3% al 36,5%. Milei, por su parte, no ha podido superar el 30% que le dio una también inesperada victoria en esas primarias. Todo depende, fundamentalmente, de a quién vaya el 23,8 % que obtuvo la gran derrotada en la primera vuelta, Patricia Bullrich, candidata de la coalición liberal-conservadora Juntos por el Cambio, fundada por el expresidente Mauricio Macri. Así, el interrogante es qué está en juego en esta elección: ¿dos programas diferentes, como suele ocurrir en las democracias contemporáneas, o algo más? Veamos.

La candidatura de Javier Milei ha puesto en cuestión, por primera vez, el pacto fundacional que la recuperada democracia argentina se dio en 1983.

Éste se basó en dos principios ético-políticos entrelazados. Por una parte, el acuerdo de que la violencia no podía ser más un recurso político. Se contarían las cabezas, no se romperían. Por otra, que la democracia no podía circunscribirse a un mero régimen electoral y a las libertades individuales negativas, sino que debía asegurar un mínimo de justicia social. El primer pilar fue incubado por los organismos de derechos humanos ya bajo la dictadura y plasmado en el inédito Juicio a las Juntas impulsado en 1985 por el primer presidente de la transición, Raúl Alfonsín (Unión Cívica Radical).

El segundo se inscribe en una historia algo más prolongada. En efecto, se trataba de cerrar la enemistad entre los dos principales partidos, el peronismo y el radicalismo, que había impedido entre 1955 y 1983 la construcción de un suelo democrático común y duradero. Si el peronismo encarnaba la justicia social, pero a los ojos de sus opositores era una suerte de “fascismo criollo” que no respetaba las instituciones republicanas, el radicalismo, al convertirse de facto en el partido del antiperonismo, se había centrado en la democracia política dejando en segundo plano la justicia social, si bien para los peronistas no había respetado ni una ni otra. El discurso de campaña de Alfonsín en 1983 entendió que la perdurabilidad de la democracia dependía de reconciliar ambos partidos reuniendo ambos principios, lo que expresó en su ya famosa frase “con la democracia se come, se cura y se educa”. Así, trazó una frontera política con la dictadura y también con el pasado, situando a las mayorías populares en un mismo terreno, el de la democracia social.

Con sus más y con sus menos, ambos principios se mantuvieron incuestionados durante las cuatro décadas de democracia en la Argentina, que se cumplen precisamente el próximo 10 de diciembre, cuando asuma el ganador del balotaje. Hubo retrocesos, desde luego, pero no fueron celebrados por las principales fuerzas, sino que más bien se justificaron en nombre de la necesidad de preservar aquellos pilares ante el temor a males mayores como un golpe de Estado o el caos social. Así ocurrió con las Leyes de Punto Final y Obediencia debida impulsadas por Alfonsín en 1986 y 1987, respectivamente, que restringieron seriamente los procesos judiciales abiertos a los represores. También las reformas neoliberales del presidente peronista Carlos Menem (1989-1999) se justificaron como nuevos medios, adaptados al globalizado mundo de la post-Guerra Fría, para alcanzar los fines de siempre, la justicia social. Incluso el discutido indulto de 1990 a los militares condenados en el Juicio a las Juntas fue presentado por Menem como una “reconciliación”, pero no se apoyó en el relato de la dictadura sobre su accionar represivo, ni justificó el terrorismo estatal.

El mayor cuestionamiento de los derechos humanos provino del macrismo. Siendo presidente, Macri (2015-2019) despreció a los organismos de derechos humanos hablando del “curro [ganar dinero sin esforzarse] de los derechos humanos” y desdeñó la cuestión de los desaparecidos al decir que no tenía “idea de cuántos habían sido, si 9000 o 30000”. Su gobierno tuvo casos de represión incompatibles con la vigencia de los Derechos Humanos (como los de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, entre otros) que se justificaron en nombre del orden y la mano dura.

También hubo debates internos entre los impulsores del pacto fundacional, como cuando Néstor Kirchner en 2004 dijo en un acto público “como presidente de la Nación Argentina, vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia por tantas atrocidades”. Con ello negaba el Juicio a las Juntas de 1985, un gesto que fue visto como un intento tardío de apropiarse de la causa de los derechos humanos, de la que el peronismo había estado alejado en los años ochenta, cuando había convalidado la autoamnistía de la dictadura. Otro tanto ocurrió cuando bajo la presidencia de Néstor Kirchner se cambió en 2006 el prólogo del Informe Sábato sobre los desaparecidos —el famoso libro Nunca Más (1984), de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), creada en diciembre de 1983— para criticar la interpretación original y dar su versión de lo acontecido.

Pero ninguno de estos debates, escaramuzas y cuestionamientos —salvo quizá el de Macri— llegó a poner explícita y, sobre todo, sistemáticamente en tela de juicio ambos pilares. Aun bajo Macri, los procesos reabiertos bajo el kirchnerismo continuaron. El programa y la ideología política de Milei, sin embargo, se apoyan en el cuestionamiento raigal de ambos principios. Y así lo hizo saber por su propia boca el candidato al criticar la idea expresada en su día por Eva Perón, que devino en principio nuclear para el peronismo: “donde hay una necesidad nace un derecho”. Milei citó expresamente esa frase diciendo que era un disparate, pues no se preguntaba quién pagaría ese derecho. De este modo, mostraba cercanía con su admirada Margaret Thatcher, quien sostenía que “la sociedad no existe, sino sólo los individuos”. Milei remató la faena afirmando que la idea de la justicia social era “una aberración”.

El otro principio del pacto democrático argentino fue ya no cuestionado, sino directamente descartado, pues Milei repitió palabra por palabra, nada menos que en pleno debate televisivo entre los candidatos a presidente, la narrativa de la dictadura acerca de su accionar: “durante los ‘70 hubo una guerra en la que las fuerzas del Estado cometieron excesos”. Esta interpretación fue la que dio oficialmente la dictadura en septiembre de 1983 cuando presentó por televisión un informe sobre lo sucedido en la represión, y que sirvió para justificar la ley de autoamnistía que se regaló poco antes de dejar el gobierno. El Juicio a las Juntas fue posible por la derogación de esa autoamnistía y demostró exactamente lo contrario, que había habido un plan sistemático de exterminio de aquellos considerados opositores y/o indiferentes, que incluyó además de los secuestros, torturas, asesinatos y desaparición de personas, el robo de propiedades y la apropiación de bebés de las víctimas. En ese sentido, el Juicio a las Juntas operó como una suerte de cuarto poder del Estado democrático argentino, pues sentó las bases de toda la política de derechos humanos ulterior. Su veredicto puede ser considerado como una suerte de agregado a la Constitución Nacional. De ahí que objetarlo equivalga a cuestionar la democracia misma. Por si faltaba algo, Milei en su acto de cierre de campaña hizo una analogía entre el tiempo que Abraham vagó guiando al pueblo judío hasta alcanzar la Tierra Prometida y el período democrático argentino abierto en 1983, al afirmar que fue necesario atravesar “el desierto de los cuarenta años para llegar a la libertad”.

Sin embargo, la posición de Milei es plenamente política, pues busca construir un orden, y tiene una lógica, más allá del juicio que nos merezcan sus valores. Su propuesta es ya no la de una economía de mercado, basada por ejemplo en la llamada “libertad de empresa”, las desregulacioness y las privatizaciones. Su programa propone en verdad una sociedad de mercado, esto es, regida enteramente por el criterio de la propiedad privada y la ganancia capitalista. Se trata de un criterio no sólo de eficiencia, sino también moral. Esto es, para esa visión lo moral es lo eficiente y lo ineficiente es inmoral, pues ese dispendio significa un robo a alguien, y no hay peor mal que quitar a una persona parte de su propiedad. Por eso Milei llegó a hablar de establecer un mercado de órganos o de venta de bebés. Aquello que la sociedad habitualmente considera invalorable (órganos, hijos) y, por tanto, sustrae al criterio de ganancia, en la perspectiva liberal libertaria tiene sin embargo un precio, pues el valor es una estimación exclusivamente individual y privada, no colectiva. Como tal, sólo la puede fijar el mercado, nunca el Estado. Pero, contra lo que dice Milei, esta sociedad de mercado no es ni puede ser consecuentemente anarquista, pues su principio fundante —la propiedad privada y la ganancia capitalistas— sólo puede ser garantizado a través del monopolio de la violencia estatal.

Este discurso, a su vez, le permite a Milei presentarse como “anti-sistema”, en tanto va contra los dos pilares del consenso democrático argentino, desvalorizados como lo “políticamente correcto”. Este discurso, además, le permite interpelar a los abandonados por el Estado, que son muchos en la Argentina, y movilizarlos contra cualquier forma de democracia social de un modo muy peculiar: empoderándolos. El discurso de Milei hace de la necesidad (abandono estatal) virtud (potenciación individual) y moviliza a los desheredados contra la propia comunidad, a la que le devuelve la ofensa por su desatención.

Captar esta racionalidad es clave para no moralizar el discurso de Milei desde presupuestos ilustrados y vanguardistas, tentación hoy del progresismo y la izquierda en general. Incluso muchos peronistas hablan contra Milei replicando la noción de “anomalía” con la que el peronismo mismo fue estigmatizado desde sus orígenes por la sociedad oficial. La posición de Milei es enteramente política, pues busca construir y movilizar voluntades, y si su interpelación cuaja en la sociedad es porque ésta, en buena medida, ya es aquello en lo que Milei la quiere terminar de convertir: una selva en la que cada uno debe poder luchar con todas sus fuerzas contra los demás sin mediación (estatal) ninguna.

En buena medida, el daño ya está hecho en forma de desigualdad y desreconocimiento de vastas capas de la sociedad. La sociedad argentina no ha podido sostener el principio filosófico que informa al Estado social de derecho: que la comunidad se hace responsable de la vida de sus miembros, al menos en un mínimo deseable para desarrollar un proyecto vital. En se sentido, Milei es más consecuencia que causa.

El modo de afrontar el desafío a la democracia que entraña Milei no es señalándolo como entero causante del mismo, como pura irracionalidad propia de desequilibrados, sino mirando también los errores y promesas incumplidas de aquellos comprometidos con el pacto fundacional de 1983.

Todo eso es lo que está en juego el 19 de noviembre.