miércoles, mayo 1, 2024
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No hay agua, pero cae del cielo


Melchor Peredo

Falta el agua, los tinacos son insuficientes, la gente se inconforma y acusa al Ayuntamiento; con eso se agudiza más el problema y no se soluciona, porque el vital líquido es absorbido por la tierra. En las comunidades serranas, donde se pensaría que hay numerosos manantiales, la gente padece de esa carencia a niveles dramáticos. La insalubridad ha sido un problema por décadas, al paso de gobiernos incapaces y que privilegian a las clases acomodadas.

No pretenderemos opinar que el gobierno del presidente López Obrador ha pactado con los dioses de la lluvia, no, pero sí. Con los recursos de la ciencia y la tecnología se llevan a cabo prometedores experimentos destinados según la política actual, ante todo, a afrontar el grave problema de las clases más desprotegidas.

El agua que proviene del cielo cae sobre los techos y es conducida por una canaleta de PVC, la cual desemboca en un pequeño tanque provisto de un flotador donde es retenida la basura y el polvo en un filtro, pasando entonces al tanque mayor que dará servicio a cuatro personas durante meses. Se puede instalar, además, una taza para un excusado y un lavabo.

El costo del sistema es absorbido por instituciones gubernamentales.

El procedimiento consiste en el trabajo de campo y se forma un comité de ciudadanos que vigila el buen desempeño de la labor a desarrollar. Las cosas no están exentas de vicios contra lo que hay que luchar, no solo de apersonamientos políticos sino hasta pseudo religiosas. Sin embargo, en lo que va de la aplicación de este recurso se han beneficiado unos 16 mil habitantes de comunidades serranas.

La aplicación de este sistema en las ciudades de manera autofinanciable sería perfectamente factible.

Esta información, amenizada con una taza de café, no pretende tener ninguna finalidad política, es tan solo un testimonio de algo para quien quiera tener información técnica y acaso sorprendentemente positiva. Dígase de esto. Cuando nuestro entrevistado, un arquitecto que tiene cuatro años de trabajar para la CAEV, hombre de casi sesenta años, sereno, antiguo miembro del Club de Exploraciones de México, CEMAC, donde lo conocí, nos habla con un sorprendente tono y gesto como de misionero que nunca le había visto.

“En este trabajo me siento intensamente feliz de aportar algo a resolver la situación de estas personas de mi país”. Y lo dice dando sorbos a la taza de café y llenándome el alma de un sentimiento que, aunque pretendo ser agnóstico, me lleva a las imágenes de aquellos santos del beneficio humano como Sahagún y Motolinía.