sábado, abril 20, 2024
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Nadia Massunin memoriam

Lorenzo León Diez

El autorretrato de Nadia Massun (1963-2022) es la más fiel representación de su arte, que cultivó a partir de los 36 años, cuando ingresó al Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, de Oaxaca, (1999) donde residía con su esposo, el pintor Willy Olguín, y sus hijas Bakusa y Justine.

Cuando decidió dedicarse a la fotografía, Nadia renunciaba a una carrera internacional, pues tenía estudios en economía y ciencias políticas en Francia, cultura a la que estaba ligada por su padre, el diplomático Lionel Massun.

Nadia ya había trabajado en la Organización de las Naciones Unidas, donde participó en proyectos productivos y de desarrollo con comunidades indígenas de la Sierra Juárez y la región Mixe.

Nadia es sin duda la más cosmopolita fotógrafa mexicana de su generación, no sólo por su nacimiento en Buta, República Democrática del Congo, África, sino porque su vida transcurrió entre Europa y México, pues su madre, la gran hispanista húngara Edith Muharay, es oriunda de Budapest, pertenece a la generación de exiliados de la Revolución de 1959, cuando los tanques rusos aplastaron el movimiento popular más importante de la Europa del este de esas dos décadas (1960-1970), auge de la Guerra Fría.

A Nadia le debo que yo haya conocido y creado una relación tan fructífera con la cultura húngara, pues en Oaxaca, donde vivió Nadia, conocí a su madre, tan bella como ella y luego buceé en su linaje, cuando en Budapest Edith me abrió sus álbunes fotográficos. 

La familia materna de Nadia está poblada mayoritariamente por mujeres: tías, hermanas, primas, todas de una belleza fulgurante, fieles muestras del collar de femeneidad celebrada por los escritores húngaros.  Las fotografías de la familia Muharay son un mareo, muchachas preciosas todas, en fiestas, paseos, cotidianidad. Las fotos de desnudo de Edith paran el corazón. Son esas palpitaciones que viví a tiempo de tener a mi lado a la modelo: latidos del sueño y la nostalgia. 

Con Nadia recorrí esas calles lóbregas en la nocturnidad de Budapest, donde puedes ver todavía huellas en los muros de los disparos de la guerra de invasión de 1956. Esto, con nuestra común amiga, Daniela Faith, húngara por su madre Bea y mexicana por su padre, el escritor y diplomático, Jorge Hernández Campos; famosa en México y Budapest por su rubia cabellera y su rostro a la María Félix.

Nadia trabajó constantemente desde que decidió ese oficio tan difícil. Un arte que exige el enfoque perpetuo, cargar un aparato incómodo y pesado y riesgoso por su valor, siempre pendiendo del cuello, de los hombros.

Ver siempre a través del lente, componer al instante con la cámara y sin la cámara, convertirse en un investigador constante del encuadre, un actor inmanente de las profundidades, de los planos, del blanco y negro analógico, fundamentalmente, pues esta biometría, bipolaridad, blanco y negro, con todas y sus infinitas gradaciones de transparentes a grises, se convierte en el pasto que come el fotógrafo en su vida de veedor. El instante fotográfico, síntesis del interior exteriorizado o del exterior interiorizado.

El autorretrato de Nadia es a color, sin embargo. Pero late para los que conocen su arte, el blanco y negro en la idea total de la toma y la tenue decisión de llamar a la luz pigmentada, para que aparezca esta chica en plenitud. ¿Qué edad tiene aquí Nadia? La misma que la Miett, la Margit, la Edith, Jennifer, Tima, Ethel, de las novelas de Lajos Zilahy; la Olga y Eva de Tomás Kolbor; la Rizujlett de Gyula Krúdy; la Adrienne de Miklós Báffy…la literatura húngara es uno de los mapas más memorables de la femeneidad, una cosecha constante de imágenes y temperamentos que pude contemplar a través de Nadia en las pocas veces que la vi a lo largo de 10 años.

El autorretrato fotográfico es una mina en la presentación compleja de las personalidades que lo ejecutan, una encarnación del consciente y el inconsciente: objeto que se ve a sí mismo o el observador que se ve objetualmente. Y Nadia sabía mucho de este género, el de la intimidad.

Su obra más fina es su familia. Sus modelos dos descendientes de ese linaje femenino: inteligencias heladas en cuerpos y rostros esculpidos por la pasión. Aquí encontramos una zaga temática, una narrativa completa e integral en su obra-vida.

Todos recuerdan en el género a Sally Mann. Son famosos sus libros donde muestra a sus hijas y a ella misma en el transcurso vital donde el realismo invita a la fantasía. Nadia recorre ese tránsito, cuando retrata a Bakusa con un traje sacado de un baúl medieval. O a Justine en su más reciente toma, ya una adolescente madura, a un paso de los escenarios mundiales en un top sugerente, instintivo y escultural.

Pero Nadia tiene también fotografías de variedad de situaciones, personajes, geografías (su obra fincada en Hungría es tan personal como la fotografiada en Oaxaca o Bolivia). Realmente el catálogo de su obra es una experiencia importante en la investigación crítica del arte fotográfico y la ha emprendido su amiga Clara Zarebska , la editora radicada en Oaxaca, que publicó su libro Nadja Massun a tiempo que se inauguraba su exposición en el Museo Archivo de la Fotografía, en el zócalo de la Ciudad de México.

Nadia, poseedora de una irradiación eslava, envolvía con su fragilidad, su vulnerabilidad, era como una hoja temblando, vibrando con el viento. Sus íres y veníres eran apurados y frecuentemente angustiados, cuando sucedió su separación con el importante artista Willy, poseedor de un talento y un oficio que admiraba a Toledo: El gran Guillermo, le decía.

En el autorretrato podemos ver que se trata de una chica que ya ha vivido, creado una familia, y está preparada para un despertar. El lugar que escogió para hacerlo es un diván, un recinto con toda seguridad europeo, puede ser París, Budapest u otra ciudad de su circuito. Es un lugar al que no llegan los visitantes, quizá ni siquiera los habitantes de la casa, esos rincones en el final del interior, espacios desocupados donde se acumula el polvo. Y esto funciona como metáfora de la esencia del arte de Nadia, profundidad de la estancia que nos toca disfrutar y padecer.

El arte para Nadia era su espejo, tal como es para todos los que están decididos a concretar una obra en la vigilia y en el dormir. De aquí su generosidad. Nadia nos invita a compartir su intimidad, a estar en su mesa, entrar a su alcoba, al cuarto de las niñas, salir a jugar en el jardín.

Siendo que descubrí y admiré la obra de Nadia a tiempo de conocerla a ella y convivir con su matriz en Budapest, donde me recibía Edith y sus amigos, pienso que Nadia murió de amor. Su enfermedad fue muy rara. Se fue apagando, lentamente, como una flama.

La vertiente de personajes femeninos en la literatura húngara nos hacen comprender la sensibilidad de Nadia. Son mujeres de inteligencia gélida y pasión ardiente como los colores del Danubio en verano. Su físico eslavo, su lenguaje español mexicano, su cultura francesa… su vida un tanto nómada, nos deja un registro que ella cuidó hasta el final, en la preparación de su última exposición en el Museo Archivo Fotográfico, que se inauguró con su muerte, pues Nadia falleció dos días antes de que la muestra se abriese.

¿Hay una metáfora más cabal para significar su vida? Todo significa. El arte es la actividad humana que funda su existencia en el signo, en el trazo rupestre en la cueva del existir, privado y público. La intimidad de Nadia es un manifiesto que rubrica con su silencio definitivo una obra que cada vez vamos agradecer haya creado para nosotros.