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¿Qué es esto? Los primeros meses de Milei


Por Javier Franzé (Universidad Complutense de Madrid)

El día en que Milei asumió la presidencia, en lugar de hacer el habitual discurso en el hemiciclo presentando a los parlamentarios su programa de gobierno, se dirigió a sus seguidores presentes en la calle desde las escalinatas del Congreso, de espaldas a éste, con un discurso breve, propio de la campaña electoral.

Los opositores interpretaron el gesto del flamante presidente como un desprecio a la democracia. Los partidarios de Milei lo entendieron como una muestra de lealtad al pueblo en la plaza y de rechazo a “la casta”.

Tal situación sintetizó algunas particularidades que caracterizan los casi tres meses de gobierno de Milei: la tensión creada por el nuevo presidente entre el mandato de las urnas y las normas —escritas y no escritas— de la democracia.

Primeras medidas y estilo de gobierno

Los dos grandes paquetes legales del nuevo gobierno llevan ese sello, el de la extralimitación del poder ejecutivo sobre el legislativo. Primero, un mega-Decreto de Necesidad y Urgencia de 366 artículos que supone una auténtica reforma constitucional encubierta, algunas de cuyas partes (como la laboral) fueron declaradas inconstitucionales por la Justicia argentina. También fue caracterizado como inconstitucional por la mayoría de los juristas, no sospechosos de “kirchnerismo”. En lo fundamental, el decreto propone una desregulación total de la economía argentina: desde la abolición de la ley de alquileres y de abastecimiento, hasta la modificación de los códigos civil y comercial, pasando por la privatización de empresas estatales y de los clubes de fútbol. Y, segundo, una mega-ley, denominada “ley ómnibus” en virtud de sus más de 664 artículos, que iba en la misma dirección del decreto, pero además concedía al poder ejecutivo durante todo su mandato facultades extraordinarias delegadas por el Parlamento. El proyecto terminó fracasando en el Congreso debido a las malas artes del gobierno en la organización de la deliberación y a su falta de voluntad real de negociación, además de la impericia de sus legisladores, que desconocían el Reglamento de la Cámara.

Otra medida estrella inicial fue el “Protocolo para el mantenimiento del orden público ante el corte de vías de circulación”, del Ministerio de Seguridad. Destinado a impedir la protesta, define como delito el corte de calles y habilita la intervención de las fuerzas de seguridad para dispersar la manifestación y recabar información tanto de los que participan en ella como de las organizaciones convocantes, a fin de perseguirlos penalmente. Además, determina que cualquier reunión de más de tres personas debe ser informada al Ministerio, bajo pena de multa. Dispone que “los que cortan [la circulación], no cobran [los planes sociales estatales]” y “los que rompen [mobiliario público], pagan”, en palabras de la ministra Patricia Bullrich. Con ocasión de la primera protesta de los movimientos sociales piqueteros, las fuerzas de seguridad requisaron el transporte público para filmar y pedir documentos a los “sospechosos” de acudir a manifestarse. Desde primeras horas de la jornada, se difundió en las estaciones de tren por megafonía la advertencia de que “el que corta, no cobra”. También se habilitó un teléfono gratuito para denunciar “presiones de las organizaciones a sus militantes para acudir a la protesta”. Concluida la movilización, la ministra pasó la factura a los organizadores por los gastos de seguridad. El juez de primera instancia que, atendiendo a los recursos de organizaciones nacionales e internacionales, obligó a que el protocolo se ajustara a la Constitución Nacional, fue declarado incompetente por un tribunal superior.

Finalmente, la semana pasada el presidente generó un conflicto con el gobernador de Chubut, Ignacio Torres, al que privó —violentando la Constitución— de los fondos de coparticipación por una venganza política, ya que Torres había interpuesto una medida cautelar ante la Justicia Federal para frenar la suspensión de los subsidios de transporte para la provincia determinada por el gobierno de Milei. Torres es afín al gobierno de Milei y recibió la solidaridad del resto de gobernadores menos uno, en su amplia mayoría también cercanos a Milei, en tanto miembros del otro partido de derecha, Propuesta Republicana, conducido por el expresidente Mauricio Macri.

En la misma línea, el presidente se comporta como un tuitero más en las redes sociales, donde agravia, insulta y difama a artistas populares, gobernadores, diputados y académicos. Todos, eso sí, críticos de su gestión o simplemente no identificados con él. Tras el fracaso de la ley ómnibus en el Congreso publicó en X (ex Twitter) una “lista de traidores” y “enemigos de una mejor Argentina”, todos ellos parlamentarios.

Esto tiene lugar en el contexto de un ajuste de la economía nunca visto, que recae sobre los sectores más débiles (jubilados, trabajadores formales e informales, sectores populares) y no de “la casta” (el gasto de “la política”), como Milei había prometido en campaña. Este ajuste es justificado de manera dogmática por el presidente, basándose en el prestigio que recoge por su presunto saber académico como economista, a partir del cual fundamenta el principio absoluto de su gestión: “no hay plata” y, por tanto, no hay otra solución posible. En su discurso juega un papel clave el “pasado kirchnerista”, al cual adjudica los regresivos resultados de sincerar la economía devaluando y quitando los controles de precios. También desempeña un rol decisivo en esta narrativa el “futuro de grandeza” que esperaría al país tras este durísimo sacrificio. Cabe decir que Milei nunca ha ocultado que haría un ajuste “más fuerte que el que nos pide el FMI”, el cual traería unos meses de gran sufrimiento. La pobreza ha crecido desde su gobierno, pero el presidente ahora se ha mofado del modo en que se mide, indicador que antes de ser elegido blandía con fruición. También ha crecido la inflación, aunque en este caso Milei ha celebrado el guarismo… aduciendo que tendría que haber sido mucho mayor.

La oposición

Esta práctica política de Milei mete a la oposición en algunos bretes. Por un lado, la coloca en un lugar de resguardo de la democracia y las formas republicanas, pero obligándola a un discurso “formal”, pedagógico e ilustrado, de reclamo de las buenas maneras, que para Milei no es más que la confirmación de que son privilegiados que medran con el statu quo que “ha empobrecido a millones de argentinos”. Así, Milei se queda con el lugar plebeyo y jacobino, de larga tradición en la Argentina, del urgido por la pasión de querer mejorar la vida de la gente, que privilegia “los contenidos” a “las formas”, meras excusas de retardatarios. A diferencia de los políticos y publicistas históricos del liberalismo económico argentino, en general pertenecientes a las clases altas y con modales aristocráticos, Milei proviene de la clase media y cultiva modos gruesos, expresionistas, viste como un oficinista más, no oculta sus emociones —violentas o no— y está de novio con una artista popular de la televisión.

Si este estilo de Milei coloca a la oposición progresista y peronista en defensa de la civilización democrática contra la barbarie libertaria, sorprendida como el antiguo antiperonismo ante la “casa tomada” por el populacho ignorante y fiel al nuevo líder carismático, ha hecho incurrir también en una contradicción ideológica notable a las fuerzas políticas autopercibidas como “republicanas”. Éstas siempre han acusado al peronismo y al kirchnerismo de no respetar la división de poderes ni el Estado de Derecho. Pues bien, Milei ha superado largamente el presunto currículo iliberal de peronistas y kirchneristas, pero ahora los “republicanos” dicen que las del presidente son faltas formales y menores en comparación con la urgencia social que atraviesa el país…

En definitiva, Milei ha pateado el tablero político y las demás fuerzas partidarias han caído en posiciones que por un lado aceptan como inevitables, pero en las que a la vez se sienten incómodas.

Paradójicamente, este escenario es más un efecto impensado de la debilidad del presidente, que de su fortaleza. Milei ganó con el 56% de los votos, pero en el balotaje. Su voto propio se calcula en alrededor del 30%, el que obtuvo en las primarias y en la primera vuelta, lo cual determinó su exigua cifra de parlamentarios (38 de 257 diputados y 7 de 72 senadores). El resto para llegar a la presidencia se lo aportó, mayoritariamente, el otro partido de derecha, el de Macri, que había obtenido casi el 24% en la primera vuelta.

La estrategia gubernamental

Milei ha jugado a todo o nada desde el inicio de su gobierno por necesidad, más que por virtud. No obstante, es cierto que el profundo malestar social debido a la crisis le brinda una oportunidad única a su dogmatismo anarco-capitalista. El apoyo que tiene del voto popular no radica en actores políticos organizados (sindicatos, cámaras empresariales, movimientos sociales, sectores identificables como “clase”, etc.).

Es una base débil para un país con larga y variada tradición organizativa. A esta endeblez política, social e institucional de su formación (tampoco tiene gobernadores ni intendentes) hay que sumarle la carencia de aparato partidario, de trayectoria y de experiencia políticas.

Esto representa un obstáculo, pero a la vez es lo que, al desvincularlo de “la casta política”, le da credibilidad a su promesa de acometer una transformación radical que termine con “cien años de decadencia”.

Milei ha enfrentado este escenario continuando en la presidencia la lógica que utilizó —con gran rédito— en la campaña, según la cual los problemas de la Argentina se deben a que “la casta” (partidos, movimientos sociales, sindicatos, periodistas e incluso empresarios) oprime y explota a “los argentinos de bien” apropiándose del Estado en nombre de la necesidad de brindar protección social al pueblo. Esa dicotomía, que traza una frontera política en el interior de la sociedad entre “casta” y “argentinos de bien”, le sirve para contraponer el voto recibido en las urnas a unos intereses mezquinos e hipócritas, representados en el Parlamento y sus partidos tradicionales. Por eso dice que el congreso es “un nido de ratas”, que los sindicalistas son ricos a costa de los trabajadores pobres que dicen representar y que los periodistas (opositores) son unos “ensobrados”, esto es, pagados por el poder para hablar bien de los políticos de turno. En definitiva, los opositores son para Milei o bien interesados, o bien ignorantes. Hipócritas o desinformados que “no la ven”.

Aquí emerge el otro gran brete en el que Milei coloca a la oposición progresista: esa contraposición recrea, a su modo, la dicotomía de las dos grandes tradiciones populares argentinas —yrigoyenismo y peronismo— entre pueblo y oligarquía. Milei crítica radical y explícitamente la noción peronista de justicia social, pues entiende como aberrante el principio que la sustenta, según el cual “donde hay una necesidad nace un derecho”, que para él conduce al aumento infinito del gasto público, con la consecuente “confiscación” de la propiedad privada vía impuestos. No obstante, Milei no abandona la idea de otra forma de justicia, resultante ahora de una sociedad próspera que reconozca y premie el esfuerzo personal de sus miembros. Milei no habla de igualdad, por supuesto, pero tampoco señala —como sí hacía el macrismo con “los planeros”— a los sectores populares que reciben ayudas estatales como parásitos que viven a costa de los que sí trabajan. Milei ve a esos grupos como víctimas inocentes de la casta. Y, porque cree en ellos, los convoca a liberarse de la opresión de un Estado hipertrofiado y paternalista, a fin de recobrar sus propias fuerzas como individuos. En fin, los exhorta a transformarse de corderos en leones.

Lo que vendrá

¿Qué ocurrirá con esta apuesta a todo o nada de Milei? ¿En qué acabará todo este experimento? Pese a la derrota parlamentaria de su ley ómnibus y de la consideración de inconstitucional de su megadecreto, el presidente conserva la iniciativa política. Y la usa para producir mucho ruido cotidiano a través de una suerte de performance continua —como Twitter— de declaraciones altisonantes, actuaciones extravagantes y bravuconadas de todo tipo para “épater le bourgeois” (o escandalizar a “los zurditos”, como gusta decir).

Esto por una parte ocupa y preocupa a la oposición y a la ciudadanía en general, que salen al cruce para alertar por los modos y efectos antidemocráticos de Milei. Pero, a la vez, parece una trampa que el presidente tiende a los opositores para ganar tiempo, llevándolos además al terreno donde mejor se mueve. Y aquí entra el medio plazo: da la impresión de que Milei apuesta todo a poder dolarizar dentro de unos meses, esperando que ello produzca alivio en la población, como si se tratara de náufragos que finalmente alcanzan la orilla. La clave es si éstos podrán llegar a la playa antes sentir que no pueden más, es decir, antes de que el descontento se transforme en protesta y/o estallido social, en un país de gran vitalidad política, especialmente en los sectores populares. Marzo aparece como una fecha importante, por el comienzo de las clases en la escuela primaria, con lo que ello supone de gastos extras y cotidianos en las familias, pues el precio del transporte se ha multiplicado por cuatro tras retirar el gobierno el subsidio.

Lo particular de Milei es que ha convertido el ajuste en un mito político, esto es, en la representación de una hazaña que convoca a los emprendedores a constituirse en sujeto político, en un pueblo, el de aquellos capaces de aguantar el sacrificio con tal de liberarse de la opresión estatal (“el Estado es el problema”, “el impuesto es un robo”) para recuperar su poder y su libertad, y así restaurar el paraíso perdido: la Argentina del siglo XIX, “el país más rico del mundo”, según la imaginación presidencial.

De este modo, Milei mantiene el vínculo dominante en la política argentina entre Nación y Pueblo, si bien ya no es la Nación del nacionalismo popular de cuño peronista, cuyo centro es el Pueblo entendido como trabajadores formales organizados (¿quiénes serían hoy?), sino otro constituido por individuos autónomos y emprendedores, capaces de salir a luchar día tras día por su vida. Esta última figura es más verosímil en la Argentina actual, en la que grandes contingentes se socializan en el desamparo y la informalidad, sin la contención estatal-comunitaria de antaño. La imagen de unos trabajadores formalmente organizados se viene decolorando desde hace cincuenta años.

El enemigo del pueblo de la Nación de Milei ya no es la oligarquía vacuna, proimperialista y tilinga por sus gustos culturales afrancesados, sino la casta política, sindical, mediática y universitaria que, al igual que aquélla, es no sólo más rica, sino paternalista con los pobres, cosmopolita y cursi, ahora por su corrección política.

Si Milei logra dolarizar y la sociedad no se decepciona con el resultado de una comunidad dual, definitivamente latinoamericanizada, la revolución mileísta habrá tenido éxito. Pero no por recuperar la Argentina próspera y meritocrática que el presidente imagina que existió —no casualmente— en la época previa a la democracia de masas. Su éxito radicará en haber transformado la subjetividad que distintas tradiciones políticas, y en especial los movimientos nacionales y populares (yrigoyenismo y peronismo), forjaron en los sectores populares: sólo se forma parte de una comunidad en un pie de igualdad con los otros, por más poderosos que éstos sean. Ese espíritu democrático, hecho de “pasión por la igualdad”, habrá cedido —no sin responsabilidades compartidas, aunque en distinta medida— al adocenamiento de la jerarquía darwinista entre ganadores y perdedores.

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