Mónica Magaña-Jattar
El obscurantismo representa una amenaza real para los valores de libertad y pluralismo que permiten a la humanidad ser lo que es, siempre en búsqueda de la autodeterminación dentro de una diversidad que le es esencial. No es extraño, sin embargo, presenciar la implacable fuerza del totalitarismo frente a los procesos libertarios. Cuando ocurren acontecimientos de envergadura planetaria, las opiniones caen como lluvia en primavera, desde aquellas de índole neófita, cómica o absurda, hasta las extraordinarias por el despliegue de conocimiento y objetividad que entrañan. Estas últimas, no obstante, son minoritarias frente a las demás. El que sean escasas podría comprenderse desde distintos ángulos, mas uno de ellos es especialmente preocupante: el nivel del análisis de (algunos) ilustrados.
La tarea de aquel que tuvo la fortuna de preparase en la universidad, todavía más de aquellos que superan el promedio de educación, entendido como contar con maestría e incluso doctorado, pero en particular de aquellos que se han preparado en las humanidades y en las ciencias sociales, es buscar la objetividad a toda costa en virtud de que comprenden su importancia primordial en el estudio de las cosas humanas, pese a la complejidad que supone alcanzarla. A pesar de esto, impresionan las opiniones y los “análisis” de ciertos ilustrados, incluso en el intercambio comunicativo personal, que repiten el discurso supremacista reincidiendo en el panfleto regente y monocromático que apela a la interpretación única y a la parcialidad, poniendo en la palestra un error epistemológico imperdonable por su impacto en la tergiversación de los hechos y su fomento del absolutismo, inaceptable para un “letrado” o analista responsable; inexcusable para un científico social o humanista.
Dese un momento para observar la mayoría de las reflexiones de los “ilustrados” hispanohablantes, particularmente respecto al caso de la guerra mundial que hoy ocupa los titulares del mundo: son parciales, olvidan el contexto actual e histórico, repiten el discurso que se puede encontrar en las redes sociales o en los medios masivos de comunicación al servicio de una sola de las partes y que se dirigen en específico a las emociones y no a la razón; son totalitaristas; utilizan adjetivos calificativos impensables para observaciones respetables; no cuestionan ni contrastan las “noticias”, los “hechos” ni los “datos”, los dan por sentados cual realidad incuestionable; tergiversan el objetivo primordial de imponer la razón a la emoción y olvidan, por si fuera poco, las causas del conflicto y los injerencistas detrás de éstas. Pese a que el corazón de todos los sujetos sensibles se vea estrujado por las indescriptibles consecuencias de la guerra militar, informativa, económica, política, geográfica, cultural y hasta moral, no se justifica errar en la tarea de comprender sin el amparo del instrumental teórico y metodológico con el que se cuenta en pro de la imparcialidad. No se trata de que el analista social no pueda equivocarse o que no discrepe con sus pares, sino de hacerlo a partir de las herramientas cognoscitivas que le fueron dadas para la interpretación del hombre. Si lo hace así, los fallos o las diferencias se convierten en un aporte porque convierten al yerro o a la discrepancia en una virtud. Un analista de las cosas humanas debe tender a la mesura, siempre remando por el punto de vista objetivo evitando posturas fragmentarias o sentimentaloides: quien se jacte de analizar, tiene la obligación de entender primero para ayudar a comprender después.
Podría ser un fallo del sistema educativo; podría ser, de hecho, un triunfo de los medios de comunicación hegemónicos que son los que, en los hechos, educan; podría ser una victoria del trabajo de manipulación impecable que también suponen las redes sociales, quizá más poderosas que lo que la escuela o incluso los institutos de investigación podrían lograr, o podría ser el miedo: ir en contra del pensamiento único no es peccata minuta; los que se atreven podrían recibir fuertes cuestionamientos a sus principios, su calidad humana y hasta a su capacidad cognoscitiva, además de etiquetas, insultos y censura. No obstante, aquel que cuenta con el instrumental teórico y metodológico para entender, y lo tiene porque lo ha aprendido voluntariamente en razón de que tenía un fin de trascendencia, tiene la obligación de ponerlo en práctica a pesar de sus temores, todavía más en los momentos complejos que llenan de confusión a las mentes que son frágiles por no contar con tales recursos: aplicar tales herramientas (en algún grado suficiente) es una cuestión que no puede negociarse, menos aún en tiempos de obscurantismo.
En el mismo tenor se puede observar algo parecido con varios personajes (políticos en turno, líderes políticos o “expertos”) de la “izquierda progresista” de habla hispana, muchos de los cuales están juzgando los asuntos internacionales entregados al pensamiento único cual derechista recalcitrante, fallándose a sí mismos y confundiendo a sus “seguidores”. ¿Acaso los de la izquierda no están obligados a estar del lado de la pluralidad y de la justicia, atendiendo a la historia y al contexto, recordándolos, repitiéndolos e investigándolos para buscar soluciones? ¿Acaso no son los que repudian el fomento de las víctimas de primera, segunda, tercera o hasta de cuarta? ¿No son aquellos que invariablemente deben oponerse a la censura, el racismo y la discriminación? ¿Acaso sus opiniones no deberían ser divergentes a las presentadas por los informativos dominantes en virtud de que sus principios generadores de razonamiento son dialécticos de por sí? ¿Acaso no son aquellos que dan voz a los amordazados y exhiben las mentiras o los que cuestionan constantemente a la “verdad oficial”? Sorprende, entonces, la postura de muchas de las voces de izquierda en la que sus posiciones sobre la guerra son objetivamente de derecha. El problema no es que sean de derecha, sino la contradicción y la falta de congruencia. Por ende, como esto es muy peligroso por sus efectos adversos para el anhelado mundo libre y justo, es menester preguntarles con firmeza, “¿qué les pasa?”, exigiéndoles a la par la congruencia lógica con la bandera que representan.
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