El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, anunció ayer que policías y soldados mantienen cercados tres barrios periféricos de la capital para localizar y capturar a grupos remanentes de las pandillas. Desde la madrugada, las calles fueron tomadas por los uniformados y los habitantes no pueden entrar ni salir de las comunidades sin ser registrados. Asimismo, se realizan cateos sin orden judicial en los hogares para atrapar a los terroristas (como los denomina la administración) que hayan logrado escapar de redadas anteriores.
El operativo se inscribe en la estrategia de combate a los grupos delictivos puesto en marcha por Bukele en marzo del año pasado, la cual se basa en un estado de excepción permanente y en la suspensión de las garantías individuales. Con estos métodos, en menos de 10 meses más de 70 mil personas fueron arrestadas y encarceladas, lo que representa a más de uno de cada 100 habitantes de este pequeño país con una población de 6.3 millones. Si a estas cifras se suman las casi 40 mil personas que ya se encontraban en prisión, se obtiene el escalofriante dato de que más de 2 por ciento de los adultos salvadoreños han sido puestos tras las rejas.
Los resultados espectaculares obtenidos en estos meses por la política de Bukele, lejos de reconfortar por la tranquilidad llevada a comunidades que por años sufrieron bajo el yugo de las pandillas, resulta preocupante por las graves violaciones a los derechos humanos que conlleva su aplicación, por alimentar el engaño de que se trata de una solución real y sostenible a largo plazo, y porque puede ser el germen de un estallido social que haría palidecer la crisis de violencia en que se hallaba sumido El Salvador antes del estado de excepción.
Pese al entusiasmo que este riesgoso experimento suscita dentro y fuera de las fronteras salvadoreñas, es necesario precisar que no se trata más que de una versión extrema del conocido populismo penal, es decir, de manipular los miedos y las preocupaciones de la ciudadanía ante la inseguridad para imponer medidas draconianas de criminalización de la pobreza y evadir las responsabilidades gubernamentales de impulso al desarrollo, concreción de los derechos a educación, salud, vivienda, trabajo, cultura y esparcimiento, y creación de espacios para que todos los pobladores puedan cubrir sus necesidades dentro del marco legal. La estrategia actual no sólo deja intacto el contexto de pobreza y marginación que dio origen a las pandillas, sino que profundiza el desgarramiento del tejido social y rompe los lazos de solidaridad sin los cuales es imposible generar una paz perdurable y verdadera, basada en la justicia y no en la coerción.
Nadie, desde luego, pretende la impunidad de los criminales; preocupa, en cambio, el hecho de que la cacería de brujas desatada por Bukele y aplaudida hasta ahora por una abrumadora mayoría de la población salvadoreña, no hace ninguna distinción entre culpables e inocentes. Para privar a una persona de su libertad y suspender sus derechos humanos, la maquinaria de encarcelamiento del bukelismo no requiere de ninguna prueba ni de la celebración de juicios; basta con una llamada anónima, la portación de un tatuaje o el simple señalamiento de un policía para que a alguien se le clasifique como pandillero y se le envíe a instalaciones que guardan más semejanza con un campo de concentración que con una penitenciaría. El mismo mandatario lo ha remarcado: en su gobierno, las cárceles no se entienden como centros de readaptación social, sino como meros espacios de castigo, escarmiento y confinamiento indefinido.Es por demás comprensible que quienes han sufrido por años o décadas la violencia delictiva y la deshumanización en que incurren los grupos pandilleriles se sientan atraídos por la promesa de una solución rápida e incluso por el espectáculo de contemplar una venganza oficial sobre sus victimarios. Sin embargo, deben advertir que la demagogia de la mano dura es un engaño que a la larga no hará sino exacerbar los males que pretende combatir.