Diego Lima
El libro más reciente de Agustín Laje, Generación idiota. Crítica al adolescentrismo (2023),* es un ensayo incómodo sobre el futuro de las políticas culturales en tiempos de la autopercepción, la hipersensibilidad, la democratización de las redes sociales, y en general, del ocaso de todo aquello que resuene a hegemonía en los oídos de la juventud latinoamericana actual (para evitar el problemático concepto de posmoderna). Este libro se ubica en la misma línea de su obra anterior: La batalla cultural. Reflexiones críticas para una nueva derecha (2016), y representa una maduración de su crítica hacia las supuestas soluciones que se han abrazado desde los gobiernos populistas para resolver las diferencias socioeconómicas, psicológicas e identitarias de una sociedad que se propone superar el anquilosamiento moral pero rechaza la autocrítica. Se trata, básicamente, de una obra con la que es fácil polemizar porque sus cuestionamientos señalan al elefante en la habitación: ¿Vivimos en una época donde priva la sensibilidad colectiva del “nunca más”, o somos bombardeados sistemáticamente por discursos que nos indican lo que debe ofendernos? ¿Estamos a favor de una comunidad incluyente, en la que convivamos todos con nuestras diferencias, o ese principio empático excluye a todos aquellos que piensen, profesen, voten y amen distinto a como lo hacen las mayorías? ¿En verdad hemos superado xenofobias o miramos a otro lado para obviar la tarea educativa y nos basta con la condenación pública? ¿Los gobiernos elegidos de manera democrática han hecho algo por resolver estas desigualdades e injusticias, o han decidido usufructuar con la problemática para legitimar sentencias simbólicas (quemas en redes sociales, discursos maniqueos) más que reformas eficientes?
Ningún intento por violentar la diferencia puede ser fructífero, como tampoco lo puede ser ningún punto de vista evidentemente ingenuo. Sin embargo, tiempos como los que padece Occidente hacen cuestionarnos si de verdad pasamos de “los balazos a los abrazos”, o si por el contrario hemos hecho de la intolerancia nuestra forma de convivencia. Los morenistas se exceden en su mesianismo; los prianistas en su paranoia por perder privilegios; los obradoristas en sus acusaciones hacia la herencia neoliberal (fuente de todos los males); las familias en su pereza por educar y delegar completa esta misión al Estado; los académicos en nuestra devoción hacia el Conahcyt, pese a que cada día atenta más contra la salud mental de humanistas, científicos y tecnólogos; la juventud toda en su rechazo a cualquier invitación a leer (no a mirar videos en Youtube) para defender sus ideas. Ni en materia política ni de cultura encontramos tranquilidad, aunque por todos los medios se difunde la idea de que sólo abrazando los deseos del pueblo, avanzaremos.
La propuesta de Agustín Laje reconoce que durante las últimas décadas del siglo XX hubo una ruptura. Resultado del avance en las tecnologías de la comunicación (Bauman reflexionaba sobre lo que sucedería luego de alcanzar “la inmediatez”, non plus ultra de la modernidad), el fracaso de las promesas utópicas de bienestar social (igualdad, trabajo, democracia, progreso, paz), así como el colapso del sistema financiero (la ingenua pero difundida certeza de que “los hijos debemos vivir mejor que nuestros padres”), en el nuevo milenio hemos visto emerger una generación adolescéntrica (la adolescencia es entendida aquí como una actitud vital, no como categoría etaria) que se ha propuesto reparar el daño causado por hombres blancos-heterosexuales-católicos- fascistas-misóginos-aspiracionistas que detentaron el poder, mediante el rechazo hacia sus certezas más sólidas: desde la economía hasta la fe; desde la biología hasta la educación; desde la moral hasta el género. Agustín Laje no desacredita esta verdad histórica, aunque observa el peligro de que los Estados hayan sido cooptados por grupos políticos que, valiéndose del hartazgo que propició la decadencia de los sistemas de gobierno neoliberales, han popularizado la idea de que la verdadera “liberación” (palabra clave para ellos, que no es equiparable a la de “libertad”) radicaba en el paso de un Estado paternalista a un “Estado niñera”, cuya función primordial se circunscribe a dar a la sociedad lo que pide, no porque sea lo mejor en términos éticos, económicos ni judiciales, sino porque teme que el adolescente manifieste su descontento y promueva su despido.
Esta irresponsabilidad que menciona a propósito de los gobiernos atañe a otros ámbitos de la vida pública de los individuos. Los medios de comunicación no cumplen con su obligación de mantener informados a sus suscriptores (durante el inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania era imposible conocer el contexto del conflicto más allá de la dinámica víctima-victimario); las instituciones de seguridad carecen de efectividad para sancionar a los agresores, cuyas víctimas prefieren someterlos al escarnio de las redes sociales (a veces, es necesario decirlo, con mayor efectividad comprobada) que interponer una denuncia ante el Ministerio Público; los líderes religiosos lanzan exhortos políticos desde la tribuna del altar mayor aunque han demostrado su ineficacia para disuadir del delito a sus feligreses. Así las cosas, es imposible no preguntarnos (en secreto, para evitar la censura) quién se hace cargo.
Mientras esto sucede, expone Laje, las sociedades occidentales hablan de inclusión. Se trata de una agenda política que pretende resarcir tanto la exclusión histórica como la violación sistemática a los derechos humanos de todas aquellas personas que han sido subyugadas por la hegemonía. Esta exigencia que efectivamente busca justicia para los sectores discriminados por su sexo, género, raza, preferencia, creencia religiosa, ideología, extracto social o condición física, entre otros aspectos, es un avance en la conformación de una sociedad más humana. No obstante, las cifras sobre el control de daños por parte de las autoridades siguen siendo alarmantes. Por más movilizaciones que se organicen crecen día con día las violaciones, casos de discriminación, abusos de poder, discursos de odio, precisamente porque las soluciones que promueven se han forjado a partir del tabú de la autocrítica e intentan disimular que todo empoderamiento crea inevitablemente una subalternidad. No es necesario citar un ejemplo: todos conocemos alguno pero si no nos atrevemos a ponerlo sobre la mesa se debe a que tenemos miedo a la cancelación. Los discursos de odio permanecen ya que su negación no es suficiente para erradicarlos. Por ello, piensa el escritor, es necesario buscar soluciones que no diriman la diferencia en el categórico: “rechazo tu opinión porque eres hombre, mujer, gay, lesbiana, transexual, niño, adulto mayor, rebelde, universitario, izquierdista, feminista, pro vida, macho, fifí, progresista”, y demás etiquetas por el estilo.
Bien visto, el problema es apabullante. El propio Agustín Laje parece quedarse corto en su reconocimiento, primero, de que muchos de los reclamos sociales que hoy se escuchan son resultado de una exigencia legítima (cómo negar, por ejemplo, tantos casos de violencia intrafamiliar, asesinatos o discriminación), y segundo, de que la solución a este problema no puede radicar en un simple retorno a los valores tradicionales para que la solución llegue a nosotros. Ya desde el título (Generación idiota), el escritor plantea un atavío hacia la sociedad que intenta estudiar, a pesar de los malabares retóricos con que intenta explicar su visión (idiota, en su sentido griego, designa a una persona que no piensa). A pesar de ello, el libro tiene el logro de incentivar el pensamiento crítico, sacarte de la comodidad en que vives o darte el valor de reflexionar sobre gran parte de los fenómenos sociales que hoy vivimos. Quizá no esté lejano el día en que nazca una generación de jóvenes con branquias (como quería Alessandro Baricco) que logren nadar en este mar de confusiones sin las dicotomías que nos roban el sueño, que desconfíen de nuestras soluciones o que se sonrojen por nuestra cortedad de ideas para hallar una solución a nuestras carencias. Pero mientras eso sucede, como propone Laje, es necesario volver a la lectura y sobre todo ejercer en libertad el poder de decisión.