Las víctimas de la crisis de abuso de opioides que azota a Estados Unidos tuvieron ayer la oportunidad, largamente anhelada, de hacerse escuchar por aquellos a quienes consideran responsables de su situación. En la Corte Federal de Bancarrotas de Nueva York se realizó una audiencia virtual en la que los miembros de la familia Sackler, dueños de la farmacéutica que comercializó el primer analgésico opioide (OxyContin), oyeron los testimonios de personas que perdieron a sus seres queridos debido a sobredosis de estos medicamentos y a quienes padecieron en carne propia los efectos terriblemente adictivos de tales fármacos.
Más allá de la impactante falta de empatía de que hicieron gala los magnates propietarios de Purdue Pharma, las cifras dibujan los niveles de auténtica catástrofe de lo que hoy las autoridades estadunidenses consideran su primer problema de salud pública. De acuerdo con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de ese país, en las primeras dos décadas del siglo XXI medio millón de personas murieron por sobredosis de algún opioide, una cantidad superior a las víctimas de accidentes de tránsito o de armas de fuego, dos males considerados típicos de ese país. El Centro Nacional de Estadísticas de Salud registró 70 mil muertes por esta causa solo en 2020, un incremento de 30 por ciento sobre el saldo de 2019, que ya había sido un récord.
Aunque estos medicamentos están disponibles en buena parte del mundo, el problema de abuso se ha configurado en Estados Unidos por factores relativos a la libertad con que ahí actúan las grandes farmacéuticas y la conformación de su sistema de salud, casi enteramente privado. De acuerdo con el periodista de investigación Radden Keefe, autor del libro El imperio del dolor, la problemática arrancó cuando Purdue lanzó OxyContin en 1996 junto a una agresiva campaña publicitaria para colocarlo entre el público, la cual incluyó un gasto de 9 millones de dólares solo en invitar comidas a médicos.
Un estudio realizado en 2016 encontró una correlación entre las invitaciones a comer y la tasa de recetas firmadas para un determinado medicamento. Como resultado de estas estrategias de mercadeo, en 2017 había tres veces más recetas médicas para opiáceos que a principios de siglo, y en dos décadas se quintuplicaron las muertes por sobredosis de estas drogas legales. Si algo está fuera de discusión es que a estas alturas el abuso de tales sustancias constituye un flagelo no personal, sino social: Estados Unidos consume 80 por ciento de los analgésicos opioides producidos en el mundo, y sus habitantes reciben 30 veces más éstos de lo que necesitan.
La gestación y la continuidad de esta crisis de adicción dejan al descubierto dos realidades. En primera instancia, la inquietante falta de ética y de escrúpulos entre quienes fabrican, distribuyen, promueven, comercializan y recetan sustancias más poderosas que la morfina, como si se tratase de preparados inocuos y a sabiendas de los estragos que ocasionan en la salud y la vida de los pacientes.
En segundo lugar, queda exhibida la absoluta hipocresía que caracteriza a la política de Washington contra las drogas: mientras la Casa Blanca usa el supuesto combate a los estupefacientes ilegales como coartada para intervenir en los asuntos internos de naciones de todo el mundo, pero principalmente de América Latina, sus propias agencias –como la Administración de Alimentos y Medicamentos, encargada de aprobar los fármacos y autorizar su comercialización– permiten la libre distribución de productos que dañan a más personas que cualquiera de los estupefacientes formalmente perseguidos. A lo que se ve, para empresas, autoridades y profesionales de ese país, las ganancias se encuentran muy por encima de las vidas humanas.