La historia y la arqueología han documentado que, desde los albores de la civilización, las guerras tienen una dimensión propagandística, en la cual los contendientes buscan instalar su propio relato de los acontecimientos como el único válido y verdadero, ya sea para desmoralizar y atemorizar a sus contrarios o para elevar el ánimo entre sus combatientes y sus ciudadanos (o súbditos). Entonces como ahora, los recursos culturales y tecnológicos de cada bando eran empleados por el poder para servir a sus fines, y en la actualidad no hay un canal más relevante para la difusión de discursos que Internet, en particular las plataformas de redes sociales, en las que millones de personas reciben, pero también reproducen y generan todo tipo de contenidos.
Desde el estallido de la guerra en Ucrania, ha quedado patente la importancia que Moscú, por un lado, y Kiev y sus aliados occidentales, por otro, conceden a la hegemonía sobre las narrativas enfrentadas, también ha sido claro que las compañías de medios globales y los gigantes de Internet no se mueven como agentes neutrales, sino como parte integral del aparato de poder de Occidente. En este sentido, el afán de censurar y controlar la información está presente tanto en el autoritario gobierno ruso como aquellos que se reivindican como guardianes de la democracia y las libertades: si el Kremlin ordenó bloquear la operación de Facebook y Twitter en territorio ruso, y ha llegado al extremo de criminalizar a quienes difundan cualquier información que el gobierno considere falsa (supuesto en el que se incluye el uso de palabras prohibidas para hablar sobre lo que ocurre en Ucrania), Bruselas presionó a Meta (propietaria de Facebook, Instagram y WhatsApp) y Tik-Tok para que bloquearan las cuentas de RussiaToday y Sputnik, medios rusos que suponían el único contrapeso al monolítico embate antirruso de los multimedia occidentales, y la propia Unión Europea prohibió el funcionamiento de esos medios y sus filiales.
Como documenta La Jornada en un ejercicio de seguimiento que se publicará desde hoy y hasta que finalice el conflicto en Ucrania, este ir y venir de la censura es solo uno de los aspectos de la batalla que tiene lugar en Internet de manera paralela, pero inseparable, de las acciones armadas. Otras acciones incluyen la difusión de materiales audiovisuales sin relación alguna con la realidad –cuyos ejemplos más impactantes son presuntas grabaciones de bombardeos y combates aéreos que resultaron ser extractos de videojuegos–, el uso de rostros generados por computadora para dar credibilidad a columnas sin firma, la desconexión de Rusia de las tiendas de aplicaciones para dispositivos móviles, el etiquetado y la activación de alertas en Twitter de todas las cuentas de algún modo vinculadas con las autoridades rusas, la publicación por parte de un instructor militar estadounidense de una “guía” para la formación de grupos de “resistencia civil”, entre otras. En un caso que muestra las consecuencias reales de actos virtuales, Polonia arrestó al periodista español Pablo González, quien en 2015 fue estigmatizado como “pro ruso” en una lista elaborada por la Open Society Foundation.
Una característica lamentable en esta lucha por el discurso y la información es que, salvo contadas excepciones, no se hace ningún intento por ir más allá de la coyuntura y desenterrar las causas detrás del conflicto, sino que se da rienda suelta a un enorme volumen de contenidos nacidos de lo inmediato, sobre los cuales recaen inevitables sospechas de manipulación, y poco o nada contrastados para determinar su veracidad.