La inesperada ofensiva que lanzó el sábado pasado el grupo fundamentalista palestino Hamas sobre diversos puntos del territorio de Israel, así como la devastadora respuesta bélica de Tel Aviv y la rápida escalada del conflicto, en el que se involucró horas más tarde el movimiento chiíta libanés Hezbolá, al atacar posiciones israelíes cercanas a la frontera con Líbano, agrega un ingrediente explosivo al de por sí inestable panorama mundial.
Debe considerarse que la más reciente reactivación del añejo conflicto palestino-israelí ocurre con el telón de fondo de la guerra entre Rusia y Ucrania, las tensiones geoestratégicas en el Mar de China, las hostilidades en Yemen entre facciones respaldadas por Arabia Saudita y por Irán, el enmarañado panorama en los países que comparten la región del Kurdistán –Siria, Irak, Irán, Turquía–, la caótica situación política que impera en varias naciones del África subsahariana, el ascenso electoral de la ultraderecha en varios países de Europa y la crisis por la que atraviesa Estados Unidos, donde se aproximan unos comicios presidenciales preñados de riesgos de desbordamiento.
Si en circunstancias menos conflictivas la comunidad internacional no ha sido capaz de impulsar el conflicto entre israelíes y palestinos a una solución justa para ambas partes y a una paz negociada, la crispación mundial que se vive en la actualidad debilita por partida doble la acción en este sentido de los gobiernos y organizaciones supranacionales que habrían debido ponerse de acuerdo desde hace décadas para constituirse en factores de paz en Medio Oriente: Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea, la Liga Árabe e Irán, entre los principales.
Adicionalmente, la más reciente escalada entre Hamas y el gobierno de Israel agrega en el mapa planetario un punto de alta explosividad a los que ya existen en las ríspidas relaciones de Estados Unidos con Rusia y con China, lo que multiplica el peligro de una confrontación de gran escala cuyas consecuencias más vale no imaginar.
Tanto la Asamblea General como el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas han venido emitiendo desde 1967 más de una quincena de resoluciones para conseguir una fórmula de convivencia entre los pueblos israelí y palestino. Sin embargo, tales determinaciones han sido sistemáticamente ignoradas por el régimen de Tel Aviv, lo que no sólo ha enconado el conflicto, sino que ha socavado la autoridad del organismo internacional, en cuyo Consejo de Seguridad ha faltado la voluntad política de Washington, París y Londres para hacerlas vinculantes.
Por lo demás, el empecinamiento de los gobernantes israelíes se ha traducido en enormes sufrimientos adicionales para ambas sociedades y en cuotas de destrucción humana y material en la que tradicionalmente los palestinos han llevado, por mucho, la peor parte, pero que ahora llegan a los campos y ciudades israelíes.
Hoy resulta más necesario que nunca insistir y presionar hacia la única solución posible para la convivencia entre palestinos e israelíes: reconocer y aplicar el derecho de los primeros a establecer su Estado nacional en la totalidad de la Cisjordania ocupada, en Gaza, con la porción oriental de Jerusalén –Al Qods, por su nombre árabe– como capital, recuperando la demarcación territorial que existía hasta la guerra de 1967.
Con ello, Israel tendría que ceder muchos de los territorios que ha venido ocupando de manera ilegal desde entonces, pero ganaría algo mucho más importante: la certeza de su seguridad nacional y la paz perdurable para su población.