miércoles, mayo 8, 2024
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Pregonera costumbre

Por: Manuel Polgar

Publicado originalmente en La Jornada Veracruz el 10 de Octubre de 2011. Vuelven hoy estas letras en memoria del Pregonero mayor, Arturo Pitalua Alvaré, a quien recordaremos tanto…

Silencio, que están durmiendo, los nardos y las azucenas…

Pero es un silencio a voces: cadencioso susurro de la nocturna nostalgia porteña; al fondo y en coro, otra vez, silencio que están durmiendo los recuerdos de un 13 de diciembre de 1955 durante el aniversario de la XEU y XEW del Puerto de Veracruz. En aquella ocasión, como improvisado sexteto de talento veracruzano dirigido por Carlos Pitalúa, hacían su debut las partituras arregladas al estilo nuestro y nacían entonces, sin quererlo tanto y al tiempo, los Pregoneros del Recuerdo: Los Veracruzanísimos Pregoneros del Recuerdo. Desde entonces, sonidos de guitarra armónica y también melódica, junto con el dueto amoroso que forman la trompeta y el clarinete al lado de distintos instrumentos afroantillanos, rematados por tremendos juegos de voces, se escuchan por los callejones del Centro Histórico y nos vuelven a la vida misma; nos empujan al mar, y de vuelta como las olas, nos aferran al terruño entre palmeras, calores y lluvias y nortes.

Así, lo que siguió también sin querer y buscando la convivencia con los músicos veracruzanos de la época, tales como el Son de Veracruz, la Sonora Veracruz o la Orquesta Nuevo Ritmo, la experimentación con los arreglos y el jale para eventos cobrando en especie o en destilados diversos, fue el irse conformando como un proyecto sólido que se mantenía en el programa radiofónico Recordar es Vivir y que logró tocar en prácticamente todos los salones de baile de la heroica, incluido, por supuesto y durante gran parte de su historia, el prestigiado y añorado Salón Villa del Mar. Los años pasaban y con ellos, de igual forma, iban y venían distintos integrantes para los Pregoneros; en la década de los setenta llegaba el reconocido guitarrista Luis Iturriaga y posteriormente otra leyenda viviente que, con su bajo, había tocado ya en Europa y África, Juan Araujo. Con ellos se terminó de delinear la armoniosa idea que tenía Carlos Pitalúa y el grupo estaba listo para empezar las giras a la Ciudad de México, en las que se recuerdan las maravillosas noches del Gran León de Pepe Arévalo.

Mientras tanto y tocando las claves, enrollándose cada vez más en el sueño de su padre, Arturo Pitalúa, el cuarto hijo, se formaba con aquellos grandes y empezaba a ayudar a Don Carlos en los arreglos –más de 700 en su repertorio actual- de mambos, guajiras, cha-cha-chás, guaguancós, boleros y demás ritmos que le darían el aprendizaje necesario para, posteriormente, tomar la guitarra con la muerte de Güicho Iturriaga y no soltarla nunca; llegaba el relevo esperado con la misma sangre y entonces Los Pregoneros burlaban al tiempo, aseguraban su permanencia y se aferraban a la historia presente de la música veracruzana.

Es esa historia, ese pedazo enorme de satisfacciones y parejas de baile con sombrero y trajes impecables, lo que hoy nos arremolina para festejo en una Plazuela de la Campana nocturna y digna; lo que nos junta para sabernos gozosos y entonces detener el tiempo, irnos atrás y mirar y escuchar los 56 años de placeres provincianos en un Puerto que si toca Pregoneros, respira de nuevo cada fin de semana. Y es que su música, que se ha vuelto de todos, es el cobijo perfecto del ritual mismo que implica el ir acercándose a su santuario desde hace mucho tiempo, a ese pedacito colonial entre olor a café y el sueño de Don Miguel; nos adentramos, así, y se van vislumbrando los patios de las antiguas vecindades con sus lavaderos, el puerto viejo y sus barcos, las casonas cayéndose, los almendros aferrándose entre el concreto, las banquitas metálicas, las marineras cantinas, los músicos callejeros, Daría y su canasto de vida en cacahuates, los locos conocidos, la mortadela de hueva de pescado, los volovaneros en las esquinas, los viejitos ensombrerados, los perfumes en las mujeres, las gardenias, el sistema de alcantarillas desbordadas, el baile popular y rematando la enorme pared del Convento de Santo Domingo convertido en estacionamiento, las congas de Lalo Vázquez, el timbal del Negro Alfonso, el cencerro y los bongós del “Brother”, las maracas de Ramón Iglesias “Pasudo”, la trompeta de Efraín Pérez Juárez “Chiquilín”, el clarinete de Silvestre, el bajo de “Memo” Angulo, la tremenda voz de Luis Luna y la guitarra y la cadencia de Arturo Pitalúa. Ellos son Los Pregoneros actuales y lo que generan lo registran todos mis sentidos, exaltando las bondades porteñas, que no se permiten perderse un solo abrazo, una sonrisa o la simple complicidad de entendernos, lo menos, profundamente felices mientras en el escenario entonan, a voces: ¿a quién no le gusta este tumbao, a quién?

La alegría de nosotros, sin embargo, no logra borrarle del todo a Pitalúa la preocupación que en sus adentros se ha hecho grande y que en los últimos meses se acentúa como nunca antes, no le permite festejar como se merece; esa preocupación es el permanente cierre de los espacios tradicionales y la carencia de proyectos, tanto comerciales como institucionales, para su música y su aferrada melancolía; nunca antes, reafirmo, la tenacidad de mantenerse en Veracruz promoviendo lo suyo y sin tener que trasladarse de planta a la Ciudad de México o hacia otros centros, ha corrido tanto peligro. Acá no hemos terminado de entender, por lo visto y lo reflejado en el rostro de Arturo, todo lo que representan aunque nos llenemos la boca y los levantemos como estandarte identitario; no nos percatamos que lo que tocan y cantan nos hace simplemente bien, nos acerca a los valores que hemos perdido entre música plástica y logística sistemática de los medios de comunicación masivos; no entendemos que el día que nos falten, aunque sea de pasada, los extrañaremos terriblemente y entonces no habrá vuelta atrás.

Por lo pronto festejemos y apaguemos las velas por los Pregoneros, dediquémosles las mañanitas jarochas pero, al mismo tiempo, empujemos para que sean valorados también como vivos narradores de los pasajes urbanos por medio de sus sones; volvámonos más necios los que estamos y los que como a mí, me enseñaron a enamorarme tanto de su tierra, esta a la que me aferro y de la que no quiero marcharme nunca, y multipliquémonos como los peces en la costumbre hermosa de mirarlos y de tener su amistad sincera; hagamos que se conviertan en el mismo disfrute de los que nos seguirán por estos caminos recordando con sus letras los diversos oficios que se nos pierden entre pescadores, tamaleros, vendedores de caracol, pulpo y camarón, cargadores del muelle y muchos más; asistamos y reconozcamos a lo que nos viene de fuera y logremos también que ellos mismos puedan volverse, de regreso, tan internacionales como nuestros sentimientos. Hoy cantemos los pregones del Patio de San Jorge, ya muy viejos y para olvidar los pesares, y soñemos con la sirena revuelta como el cayuco en la arena, a la orillita del mar y con arreglos de Toño Barcelata; disfrutemos, pues, un año más de los Veracruzanísimos y de su entorno tropical y encariñémonos todos con lo que, atinadamente, nos heredó Don Carlos Pitalúa Rojas.

¡Larga vida a Los Pregoneros del Recuerdo de Carlos y Arturo Pitalúa, cómo no… y con todo mi porteño corazón!