martes, abril 16, 2024
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Ucrania: geopolítica, neonazismo y memoria

José Steinsleger

Uno. En el departamento contiguo al de mi familia vivía Nahum, el relojero del barrio. Parco y amable, Nahum coleccionaba sellos postales. “Una forma entretenida para saber de historia y geografía”, decía.

Seguí el consejo y empecé mi colección con los que él me regalaba, pegados en sobres que recibía de un país que me sonaba a planeta de Flash Gordon: “Ukraine CCCP” (acrónimo de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas).

Un día, en su diminuto taller, le disparé a quemarropa: “Háblame de Ucrania”. Sin quitarse el monóculo con el que examinaba un relojito, Nahum tanteó una gaveta y rescató un folleto polvoriento. “Tomá… y no preguntes más”, advirtió.

Dos. En la segunda mitad del siglo XIX, el canciller prusiano Otto von Bismarck erigió las bases del Segundo Imperio Alemán, convirtiéndose en el gran arquitecto de una “ciencia” novedosa: la geopolítica. Los fundamentos de la geopolítica se apoyaban en el nacionalismo xenófobo y racista de las formas “pan” (del griego “todo”): pangermanismo, paneslavismo, panarabismo, hispanismo, sionismo…

Nacido en el año en que Napoleón cayó frente a la Santa Alianza (Waterloo, 1815), Bismark murió en 1898, cuando la Divina Providencia encomendó a los ángeles de Washington expandir su propio nacionalismo “pan”: el panamericanismo.

Bismarck tenía muy bien investigado el abigarrado mosaico de naciones, culturas, lenguas y religiones de la Mittleuropa que giraban en la órbita de Prusia (Ucrania, entre ellas). Y dicen que a sus generales recomendaba “no meterse con Rusia y menos en invierno”.

Tres. Entre 1918 y 1945, los pueblos de la URSS padecieron cotas máximas de sufrimiento, destrucción y genocidio. Guerras que se libraron en las volátiles fronteras de Europa central, que en rigor fueron una sola guerra: socialismo versus capitalismo. Sin embargo, tras la histórica reunión de Yalta, las potencias partieron en dos el “viejo continente”: a oriente, la URSS y satélites (Pacto de Varsovia); a occidente, Estados Unidos y satélites (Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN). Así, cuando en 1991 la bandera del zar fue izada en el Kremlin, supimos que Washington había ganado la llamada guerra fría. Fin de la historia, de las ideologías, victoria del capitalismo y año fundacional del formidable despelote ideológico, político, cultural, filosófico y de paradigmas, que continúa vigente.

Cuatro. Los pensadores “posmarxistas” que nunca habían sido marxistas (franceses y alemanes en particular), respiraron aliviados. Algunos admitieron su devoción por el filósofo nazi Martin Heidegeer (1889-1976), quien les venía como anillo al dedo para acabar con Jean-Paul Sartre (1905-80).

Entonces, los geopolitólogos de corneta concluyeron que había llegado la hora final del “imperio ruso”. La seguidilla de independencias nacionales le habían arrebatado a la agonizante URSS 148 millones de habitantes y 5 millones de kilómetros cuadrados. No sólo eso. Rusia ya estaba en manos de mafias internacionales y de especuladores que con la complicidad de ex jerarcas comunistas se habían apoderado de ingentes recursos naturales en el país euroasiático.

Simultáneamente, un joven e ignoto oficial de la KGB se preguntaba que sería del… ¿socialismo? Negativo. Patriótico al fin, Vladimir Putin se planteó algo elemental: “Un país que no tenga el poder militar suficiente para disuadir a potenciales enemigos o rivales, debe resignarse a ser satélite, o socio sin voto de una coalición poderosa”.

Cinco. En 2000, Putin pasó a la acción: 1) alianza con la Iglesia ortodoxa, única organización de masas que había sobrevivido a la disolución de la URSS; 2) localización y reagrupación de decenas de miles de oficiales de inteligencia que habían quedado en la calle; 3) en­frentar a las mafias con sus propias reglas del juego; 4) levantar la moral de las fuerzas armadas, y 5) convocar a los ex comunistas devenidos en oligarcas, con un mensaje sin atenuantes: negocios sí, política no.

Por su lado, Estados Unidos y la OTAN armaron hasta los dientes al poderoso batallón paramilitar Azov, referente de los neonazis del mundo entero. Asesorado por la CIA, el batallón Azov fue el responsable, desde el golpe de Estado de 2014, del asesinato de 15 mil civiles en el Donbás, región habitada por ucranios de habla rusa. Y Netflix no nos contó esta segunda parte del documental Winters of Fire.

Seis. En agosto de 2019, el presidente judeo-nazi de Ucrania, Volodymir Zelensky, recibió la visita del judeo-nazi Benjamin Netanyahu, primer ministro del enclave neocolonial llamado Israel. Al día siguiente, durante la ceremonia de protocolo, Netanyahu saludó a la guardia presidencial, a la que los soldados respondieron con el alza de la mano derecha extendida: “¡Gloria a Ucrania! ¡Gloria a los héroes!”.

El saludo proviene de la Organización de Nacionalistas Ucranios (OUN), surgida en la primera mitad del siglo pasado. Su líder, Stepan Bandera (1909-59), colaboró con los nazis durante la invasión alemana, y sus fuerzas siguieron combatiendo al Ejército Rojo después de la guerra. Una de las avenidas céntricas de Kiev, lleva su nombre.

Siete. El polvoriento folleto que me dio Nahum era el poema Babi Yar, de Eugveni Evtushenko (1932-2017). Localidad cercana a Kiev, Babi Yar evoca uno de los tantos genocidios de ucranios, tras la invasión nazi del 21 de junio de 1941. No pienso describir las fotografías del folleto. Sólo diré que las miré, y cerré los ojos.