viernes, marzo 29, 2024
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Las “instituciones” de atención a las adicciones(III).

René Montero Montano.
monteromontanor@gmail.com

En mi segunda colaboración intenté dar algunos elementos que permitieran identificar a quien nos referimos cuando hablamos del sujeto que vive con una adicción o más bien un abuso en el consumo de alguna(s) substancia(s) psicoactiva(s) o incluso un hábito, costumbre y relación de repetición compulsiva con dispositivos tecnológicos, personas u objetos.

¿Cuál es entonces el concepto que tienen las instituciones locales y nacionales sobre el sujeto que vive con adicción a sustancias psicotrópicas? La respuesta a esta pregunta nos ayudará a entender el por qué actúan como lo hacen y la razón de que no exista entre ellas los modelos de atención que respondan a estrategias de salud pública y prevención comunitarias que se sostengan en una visión epidemiológica social del abuso en el consumo.

Veamos: Tradicionalmente han existido cuando menos tres enfoques sobre el sujeto usuario de sustancias, mismas que sobresalen hasta la fecha tanto en las instituciones como entre la población abierta: 1) El usuario que abusa de las substancias psicotrópicas es un “desviado social” que rompe limites, leyes, reglas y normas establecidas por las formaciones civilizatorias socialmente aceptadas. Por lo tanto, vive en las fronteras del crimen y la delincuencia; 2) El usuario que abusa de las sustancias es una víctima del sistema, de las relaciones sociales y de producción establecidas en un marco de consumos “aceptados”; 3) El usuario que abusa de sustancias es un sujeto libre con problemas psicológicos y de conducta -de los cuales el es el único responsable- que le impulsan a un consumo desmedido y que según su comportamiento, debe ser recluido y atendido por instituciones de salud mental.

Nótese que en los tres casos hablamos de la adicción como un estado o condición de abuso, dado que las posibilidades de acceso a substancias -sean “legales” o ilícitas-, se juegan en la cancha de la libertad de consumo, donde se tienen los “derechos” de hacer y meterse en el cuerpo lo que se le plazca a cada quien, sin que ello signifique un atentado contra la paz, la tranquilidad y la seguridad y bienestar social de la comunidad con la que cohabita. Es decir, en los casos en que no se presenta el consumo abusivo irruptivo, la sociedad en general o los grupos de filiación del usuario se muestran ampliamente tolerantes e incluso estimulan el uso dentro de sus propias reglas culturalmente aceptadas.

El adicto es entonces “el que se pasa de la raya”, y es desde esa exposición a la exclusión social que le provoca su abuso de consumo que veremos instalarse y operar a las instituciones gubernamentales o privadas dedicadas a la “rehabilitación” del consumidor desmedido… De las instaladas por el gobierno hay poco que decir de sus métodos y estrategias, ya que después de 50 años de su fundación y ambigüedad de objetivos aún no han sido capaces de presentarnos un modelo de atención y prevención que pueda considerarse viable para operar de manera generalizada y normativamente validada para funcionar en las instituciones privadas. Al mismo tiempo, la investigación al respecto, salvo la relacionada con el campo de la farmacobiología y la neurofisiología, de estricto laboratorio, no parece mostrar suficientes asideros de donde agarrarse para una comprensión y atención clínica y preventiva del abuso.

Esto se dice fácil, pero la situación es grave si vemos que el Estado, después de 50 años de instituirse como el responsable, aún no tiene una propuesta validada en cuanto a su eficacia y eficiencia para la atención de este problema de salud pública. Puede pensarse que algo del orden de la indiferencia o connivencia subyacen a este fenómeno y que ha estado ocurriendo desde que las diversas clases de sustancias psicotrópicas se insertaron -o fueron insertadas- en los mercados de consumo libre o soterrado del tráfico.

Veremos así ratificada la regla popular que dice “espacio de poder que no es ocupado, espacio que es tomado por otro”, en este caso, la atención institucional de los usuarios que abusan del consumo de sustancias que, al ser un terreno de nadie, favoreció la apertura de múltiples “instituciones”, que sigilosamente y aún en la clandestinidad, se han creado a todo lo ancho y largo del país durante los últimos 40 años aproximadamente. Así, veremos que ya hacia finales de los años 80’s, en una especie de inercia mimética, se instalan espacios “institucionales” privados -arropados como de beneficencia pública- para la atención de consumidores de conocidas y nuevas sustancias circulantes en los mercados. Estas instituciones o negocios intentarán, en un principio, reproducir los procedimientos que el modelo de Alcohólicos Anónimos (AA) había creado en 1935 en la Unión Americana y en México en 1946 con grupos doble AA, que ya para 1970 contaba con aproximadamente 2 500 espacios en todo el país.

El modelo de Alcohólicos Anónimos (AA), como ustedes saben, tiene cuando menos dos modalidades: ambulatoria y de internamiento voluntario, y ambas operan -hasta donde sabemos- con recursos solidarios de usuarios o de benefactores diversos. Es desde aquí que se desprenden las nuevas instituciones, generalmente iniciadas por alcohólicos relativamente habilitados en el manejo experiencial del método de los 12 Pasos. Algunas de estas instituciones se asumen como de ayuda solidaria, albergando a usuarios voluntarios, otras reciben usuarios forzados, con costos diversificados según los intereses económicos de sus administradores. Sin embargo, la gran mayoría de ellas tomarán un rumbo opuesto o simulado de la propuesta de doble AA, sobre todo en lo que refiere a la reclusión de los que abusan del consumo, utilizando procedimientos propios de un sistema penitenciario de vigilancia y castigo, violatorio de los más elementales derechos humanos. Esto ante la complacencia de autoridades que miran con indiferencia los abusos y la aprobación de la privación de las libertades del usuario por parte de los familiares -ante la impotencia de no poder hacer nada frente a los efectos causados por el consumo excesivo y la inexistencia de alternativas efectivamente institucionales dedicadas a la contención de casos extremos y de alto riesgo de mortalidad, violencia, criminalidad y delincuencia-, quienes no vislumbran otra cosa más que un régimen penitenciario de castigo y vigilancia.

A diferencia de los años 90’s, la proliferación de drogas sintéticas y su producción clandestina, así como su eficiente distribución en el país han permeado prácticamente todas las capas de la organización social mexicana, lo cual ha traído consecuencias complejas para la atención de un usuario que, además de alcohol y tabaco, hoy consume anfetaminas, metanfetaminas y más. Esto ha tenido repercusiones profundas en la operación del método de los 12 Pasos de AA, en tanto que los “servidores” experimentados que atienden a los hoy nuevos consumidores, se ven rebasados, sobre todo porque el objeto/droga no responde a las características del alcohol y por lo tanto los procedimientos que subyacen al tratamiento generalmente resultan ineficaces para modificar los hábitos y volúmenes de consumo, segundo, porque como ya se mencionó, la mayoría de usuarios han diversificado los consumos que originalmente se circunscribían a tabaco, alcohol y eventualmente mariguana o inhalables de uso industrial y doméstico. Hoy tienen que lidiar con nuevos productos cuyos márgenes de dependencia y nuevas experiencias sensoriales son con mucho diferentes a las autorizadas para su venta en los mercados “legales”. Así, en pleno inicio del Siglo XXI tenemos un fenómeno de adicción diversificado que resulta desconocido, tanto para “servidores” improvisados, como para profesionales del campo de la clínica psicológica y psiquiátrica. ¿cómo entonces -frente a esta nueva expresión de los consumidores que abusan- han desplegado su práctica de “atención” clínica las instituciones generalmente improvisadas que existen en toda la república mexicana? Sin duda, estamos frente a un serio problema que intentaremos abordar en la próxima colaboración.