jueves, abril 18, 2024
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Indiferencia ante la adicción (II)

Por René Montero Montano

¿Quién es ese sujeto consumidor? ¿No es acaso un humano que se relaciona “voluntariamente” con una(s) sustancia(s) y que debe ser considerado más allá de criterios cargados de prejuicios morales y de exclusión social que determinan su atención institucional basada en un modelo derivado del modelo carcelario?

Considero que para entender un poco sobre la vida del adicto, es importante deslindarlo de los mitos que azotan sobre la problemática que vive, así como de la intolerancia social con que es tratado tanto por su familia como por las instituciones que lo ignoran o lo acogen. Es clave reconocerlo como un humano consumidor que vive la adicción desde una subjetividad muy particular que se debe reconocer social e institucionalmente, una subjetividad construida dentro de una sociedad de riesgo que propicia las condiciones para su inserción en el mundo de la adicción a sustancias.

Partimos del axioma que todos los seres humanos somos deseantes. Esta condición humana no sólo la sostiene Freud desde la invención del psicoanálisis, ya desde la Grecia antigua está expresada en la existencia mitológica de los dioses y en la historiografía trágica. Las obras de Homero nos describen la alteridad de los integrantes del Panteón griego y de los personajes humanos en un ir y venir de lo racional a lo sensible. La satisfacción y el anhelo son el soporte del deseo, ese que se despliega en su más elemental expresión, en las sensaciones placenteras.

Es en esta lógica, que el cuerpo de cada sujeto, siente los bienes y los males derivados de la percepción sensible, del contacto con el afuera, que es a la vez el dentro. Apolo y Dionisio representan esa realidad que Platón negará de forma rotunda, para imponer la creencia de la verdad y el bien como valores fundados en lo racional. La razón se impone a los humanos que voraces, ávidos, impacientes, ansiamos cuando menos la tranquilidad, a ser posible la felicidad y, desde luego, el bienestar (G. Sissa). La experiencia sensual de los objetos sensibles y la experiencia sentimental del deseo, del sufrimiento y del placer son excluidos de toda posibilidad del saber humano.
F. Nietzsche es quien desenmascara esta clara tendencia histórica de ocultar una realidad humana existente desde un pensar/sentir indivisible, para excluir lo no racional y priorizar una ética de la razón. Desde que Platón recomendó excluir en la formación de los jóvenes griegos la lectura de Homero y los trágicos, el pensamiento occidentalizado no ha dejado de reducir la sensación, la percepción de lo sensible al mundo de las apariencias, a lo engañoso y falso. De ahí que el deseo, como soporte interpretativo de toda humanidad y mitología, de toda teleología religiosa y científica, es excluido como algo no racional, manteniéndose una batalla sin fin contra él. La religión cristiana es la ejemplificación más cercana considerada en todas sus variantes y tendencias, más no es la única. Desde hace poco más de veinte siglos “él pensamiento no ha dejado de luchar contra la sensación…contra la experiencia sensual de los objetos, y la experiencia sentimental del deseo, del sufrimiento y del placer” (Sissa).

Y es desde este lugar que intentamos tender un puente entre el deseo, el goce y la adicción, sobre todo en el mundo contemporáneo donde la solución platónica a la crisis de pensamiento griego-occidental se encuentra en una franca caída frente al retorno hoy de un hedonismo radical, que en el marco del capitalismo monopólico y del discurso de los mercados, sienta sus reales para instalar un consumismo sin precedentes que igual, pero a la inversa de Platón, apunta solo a mirar una cara de la moneda. Una cara nihilista desde la cual el adicto se construye como un chivo expiatorio de transición y expresión de la caducidad de los valores propios del liberalismo ilustrado. El deseo, estructurante de cultura, se diluye para dar paso al placer sin tiempo ni espacio, al !quiero ya! Donde el goce que aguarda tras el deseo, el despacito, la espera, es reducido a un tiempo linealmente urgente, para pasar a otra cosa, a más de otro objeto de deseo. Parece que este es el sujeto adicto, del cual todos participamos. Quizá con diferentes objetos y no sustancias, pero con el cual compartimos el mundo de la adicción.

Los mitos vienen desde Platón, la exclusión de valores convertidos en anti-valores por la religiosidad y la ilusión de felicidad y abundancia se le suman. Un mundo de adictos sin fondo, imposibles de llenarse, desfondados durante toda su vida, eso son, eso somos en un mundo moderno donde el consumismo y sus promotores van por delante con la zanahoria.

La diferencia entre nosotros y el consumidor de sustancias es, según el prejuicio religioso/cientificista, que nosotros podemos ir al cielo y ellos no. Ellos tienen que vivir lo apolíneo y lo dionisiaco como una maldición, una que los cruza por fuera y por dentro, en la ambientación de un mundo donde se disputan su lugar en un maniqueísmo milenario.

Desde ahí se mira al adicto a sustancias, ese que en su inmediatez de satisfacción y placer termina siendo considerado un “desviado social” que requiere rehabilitarse para limitarse a los consumos autorizados, para volver a la normalidad de una convivencia civilizada y civilizatoria. Su emergencia como denunciante intuitivo de que algo se ha omitido en la organización social que le deglute es interpretada como una enfermedad incurable y sólo controlable si retorna a la corriente de aguas tranquilas, que no necesariamente cristalinas y purificadas.

El consumo de sustancias -que no sólo de sustancias-, y luego su abuso, habla de una práctica que pone en marcha la fuerza de un deseo vuelto insaciable y progresivamente vuelto devorador, montado en una satisfacción siempre provisional, de un placer cambiante y renovable que se convierte en tolerancia y dependencia, por la fijación a unas mercancías que resultan imprescindibles para no sufrir demasiado. Unas que dan el paso de una experiencia placentera a la dominación del amo donde el goce se extravía en el más profundo pesar.

La sustancia deja de ser el instrumento de goce, para convertirse en un amo despótico que impide interesarse en alguna otra cosa. En lugar de aportar voluptuosidad, la siguiente dosis evita hundirse en el sufrimiento (Sissa). El placer sufre una transformación, es cesación de pesar, no dolor, placer negativo.

Esto es y vive el adicto a sustancias, y quizá el reconocer-nos en una situación de adicción(de otras mercancías), de consumo compulsivo o desmedido, puede ser un buen principio para pensar en una relación diferente con quienes viven con la necesidad orgánica o psíquica de la droga. Es desde esta frontera que podríamos reaccionar con más sensibilidad y humanitarismo frente a la indiferencia y complicidad que guardamos con las actuales instituciones de reclusión de sujetos que abusan del consumo.
monteromontanor@gmail.com