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Ya se ha dicho en este espacio que el planeta y la humanidad que lo habita vivimos tiempos de inflexión en el balance del poder. Los eventos más notorios han sido tanto la pandemia como la invasión a Ucrania. De ahí han derivado una serie de decisiones económicas a Rusia que afectaron a todo el planeta. Europa, literalmente, está pariendo chayotes para garantizar el suministro de energéticos y Estados Unidos ha tenido que “bajar la cerviz”, humillarse para decirlo sin eufemismos, y apersonarse en Venezuela para tratar de enmendar en algo el error. Potencialmente catastrófico, por cierto. Es esto lo que ha puesto a la humanidad a jugar con la idea de encajar la catástrofe terminal. 

La esencia del problema reside en la incapacidad estadounidense de entender que estamos en una situación en donde las lógicas de la Guerra Fría son suicidas, o punto menos. El punto lo suficientemente claro como para que el gobierno de Biden dé signos de un cambio de política hacia los países por él proscritos. Cuba, Nicaragua y Venezuela. No porque quiera, sino porque fue su decisión la que metió a Europa un curso de desabasto y eventual escasez alimentaria. 

Es un escenario complicado que podría incluso agravarse con facilidad toda vez que los tomadores de decisiones occidentales han dado pruebas de ser inquietantemente cortos de entendederas.

Henry Kissinger, ex secretario de Estado de los Estados Unidos –artífice junto con Ho Chi Minh de la paz en Viet Nam en 1975–, advirtió por décadas que incluir a Ucrania en la OTAN es una mala idea. Para Rusia, la desmilitarización de Ucrania es sustantiva para su seguridad nacional.

Angela Maerker se opuso siempre a incorporarla a la Unión Europea, precisamente porque para Rusia es materia de sobrevivencia. La paz y las relaciones comerciales fluyeron sin mayores agitaciones. Sentido común. Es el nuevo canciller Olaf Scholz quien ha cedido a las presiones hegemónicas estadounidenses y aceptado invitar a Ucrania a la OTAN. Es el corresponsable directo de la crisis. El otro es Biden, demócrata, para seguir con las costumbre de iniciar guerras. Es en este singular contexto que las posturas de México parecen sensatas, no son tiempos para las hegemonías, sino para las relaciones colaborativas regionales. Y ésas, para que funcionen, con todo y asimetrías, pasan por las lógicas de colaboración, nunca por las de la dominación. Es deseable que los liderazgos occidentales se aperciban pronto de esto, de otra forma el escenario a corto plazo puede devenir doloroso.

Hay solución y hay recursos suficientes, pero es necesario cambiar de lógicas.

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