jueves, abril 18, 2024
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Tonantzin Guadalupe, metamorfosis de madre

Relatos del ombligo
Juan Becerra Acosta

Ningún pueblo tiene una relación más estrecha con la madre que el nuestro, ni –seguramente– tan complicada; vemos en ella representaciones de significados tan variados como contradictorios que, no sólo provenientes de la mujer de la que nacemos, nos cobijan tanto que la percibimos como una figura incondicional. Por ello es adorada y, desde hace siglos, se le sigue –sin importar si se es creyente en un Dios, en varios, o en su inexistencia– rindiendo tributo más allá de cómo esté vestida o cuál sea su nombre: Tonantzin o Guadalupe. Es la misma.

Antes de la llegada de los españoles, la madre era el núcleo de la sociedad. Alrededor suyo se disponía, repartía y decidía el destino de las familias. Su jerarquía no se cuestionaba y se le respetaba de tal manera que una injuria a su investidura era infamia que no se toleraba ni perdonaba. Ejemplo es la respuesta que tuvo el pueblo mexica ante la profanación e incendio que guerreros huejotzincas provocaron, en el cerro del Tepeyac, al templo de Tonantzin.

Tras aquel sacrilegio, varios guerreros mexicas, armados con su macuahuitl –bastón de madera con incrustaciones de obsidiana–, su honda hecha de ixtle y con arco y flechas con punta de obsidiana, marcharon a Huejotzingo, lugar en el que masacraron a sus habitantes y que destruyeron por completo.

Después de la represalia, los guerreros mexicas regresaron al templo de la madre venerada, justo en el mismo sitio en el que hoy miles de feligreses continúan rindiendo tributo a la madre de las deidades que, aunque con ropajes al estilo europeo, un nombre de origen árabe y siendo representación de la madre de Jesús, también es la misma diosa que guarda en sí a Omecíhuatl, Coatlicue, Cihuacóatl y Toci.

Tonantzin no abandonó a su pueblo y tuvo la capacidad de resistir y adaptarse al embate físico, ideológico y espiritual de los españoles, logrando con ello ser adorada en todo el mundo cristiano. También logró permanecer en el mismo lugar, en el Tepeyac, sitio en el que se han levantado distintos templos para rendirle tributo. Pero lo que no logró mantener fue el papel que la madre ocupaba en el México prehispánico.

Tras la Conquista, el papel de la madre en México sufrió una devaluación en su dignidad. La primera madre del mestizaje, según la percepción popular, es la Malinche. Fue utilizada por Hernán Cortés y, cuando dejó de servirle, la regaló. Acto seguido, los demás conquistadores trataron a las mujeres indígenas de la misma forma. Esta acción fue contundente en la destrucción de la representación de la figura materna de los antiguos mexicanos.

Durante la Conquista y el virreinato, los españoles se convirtieron en figuras de autoridad, de miedo, y aspiración –por imposible que en aquel entonces fuera alcanzarla– para la población indígena, por lo que muchos comenzaron a emular la conducta de quienes se llamaban vencedores; a la madre se le arrebató su investidura y, con ello, el poder que ejercía en Tenochtitlan, para, en su lugar, colocarla en una posición de figura abnegada, aunque divina: La madrecita santa.

La felicidad propia le era un promesa paradisiaca, pero sólo si en vida se apartaba de cualquier posibilidad de disfrute a través de sus propias aspiraciones, siendo que para entonces y de ellas se entendía como ser una buena madre tener ausencia de exigencias y velar por la satisfacción de su padre y hermanos, para luego hacerlo con el esposo y los hijos hombres, con la ayuda –por su puesto– de las hijas. Todo ello ante una figura paterna lejana que, si bien se encargaba del sustento, en lo emocional estaba totalmente ausente.

Es en mucho por ello que para los mexicanos la palabra madre tiene connotaciones tan distintas como contradictorias. La podemos utilizar para referirnos a lo bueno y a lo malo, o incluso al señalar aquello para lo cual no encontramos palabras con qué describirlo.

Pero la figura materna siempre ha estado en resistencia y presente en cada movimiento que ha cambiado el rumbo de la nación, ya sea en la figura de Tonantzin Guadalupe o en cada acción con las que nuestras heroínas nos dieron patria. La figura de la madre y de Guadalupe es, a 500 años de la caída de Tenochtitlan, cada vez más robusta y evade cualquier orden impuesto; se manifiesta bajándose por voluntad propia de la pared de Gilberto Lozano y cada vez se aleja más de quienes quisieron usarla para dividir. Hoy es venerada en su casa, algo que sucede cada año, pero que nunca es igual.